Una vez llegaron a mi poblado unos jóvenes muy extraños. Llevaban todos un bolígrafo y una libretita y tenían cara de aburridos, como si estuvieran a dieta de acelgas. Se repartieron el trabajo. Una chica vino a mi choza y me preguntó:
–¿Puede responderme a una encuestita?
Normalmente, siempre digo que tengo que ir a recoger cocos o que me acaba de entrar una boa en la habitación. Pero esta vez dije que sí. Lo confieso: dije que sí porque la encuestadora estaba muy buena e iba vestida con un taparrabos y las tetas al aire. En la selva somos así de primarios.
Recuerdo que me preguntó:
–¿Usted cuantas veces practica sexo?
Yo le respondí:
–De cuatro al día no baja.
Me fastidió que aquella respuesta no le impresionara. Esperaba verla boquiabierta, con temblores y derretida de pasión. Y no. Solo dijo:
–Ahá.
Apuntó con desgana una cruz en una casilla, pasó la página y siguió preguntando:
–¿Usted qué libro se está leyendo?
Yo eché un vistazo a mi biblioteca, desconté todos los cuadernos de colorear y me fije en un libro enorme que una vez me colocó un señor muy pesado del Círculo de Lectores. Le dije, henchido de poder:
–Los pilares de la tierra.
Esperaba que aquella respuesta me elevara ante sus ojos como un intelectual de grandes ambiciones y que cayera rendida ante la promesa de largas noches de conversación, de poesía y de encuentros en la tercera fase. Pero, en lugar de eso, me dijo:
–Ahá.
Y pasó página otra vez.
Cuando llegó a la última cuestión, ya vi que no tenía nada que hacer. Me preguntó:
–¿A qué partido va a votar?
No lo pensé mucho:
–Pon al que más rabia te dé. Y déjame en paz, que me acaba de entrar una boa en la choza.
Desde entonces, cada vez que leo una encuesta pienso en cuántos tipos habrá tan primarios como yo.