Los de mi poblado tenemos mala fama. La prensa internacional ya no nos pasa ni una. Y todo porque somos de la etnia mandinga y un día se nos ocurrió cepillarnos a todos los de la etnia fandinga. Tampoco sé muy bien explicar por qué lo hicimos. Nos levantamos de la cama, nos dio una ventolera, cogimos cada uno un machete y se acabó. Los viejos del lugar nos venían calentando los cascos desde hace tiempo: que si los fandinga nos han robado una pancarta, que si los fandinga nos metieron una vez dos goles en fuera de juego, que si el abuelo de un jefe fandinga mató al burro del bisabuelo de un jefe mandinga… Claro: tantos y tan profundos agravios no podían quedar impunes. Así que cogimos los machetes.

Entiendo que para una gente acostumbrada a las leyes, al derecho, a los tribunales y a todas estas florituras constitucionales, nuestros arrebatos puedan parecer primarios. Pero un día de estos estuve en un mitin que daba no sé quién en un pueblo. Era un pueblo grande, aquí al lado de Logroño, aunque no me acuerdo del nombre. Qué sé yo: Fuenmayor, Lardero, Villamediana, Agoncillo… Todos estos nombres europeos me suenan igual. El caso es que en apenas media hora, mientras los invitados soltaban sus discursitos, comprobé que esto de la democracia y de la cortesía con los rivales es solo un ligerísimo barniz. Aquella gente estaba deseando mandar a hacer puñetas el diálogo, las urnas y hasta la legalidad vigente para coger el machete y pasar por la piedra a sus fandingas particulares.

Me pareció además que todas sus afrentas eran viejas y amarillentas, de cuando la Guerra Civil o de mucho antes, y que nadie quería olvidarlas: más bien al contrario, las refrescaban afanosamente, con pequeñas gamberradas casi infantiles que, de pronto, en aquel mitin, alcanzaban la categoría de ofensas hirientes e insorportables. Y los líderes políticos locales atizaban y atizaban el fuego, quizá por sectarismo o quizá por cálculo electoral. No sé lo que es peor.