Pedro Sanz ha ganado. Por goleada. Tiene más poder que nunca y la oposición aún anda mareada, confusa, sin digerir la escandalosa dimensión de su derrota. Una vez investido y proclamado, don Pedro dicta hoy los nombres de su gobierno. Imagino que, a estas alturas, habrá algunos aspirantes descorchando el champán mientras otros irán llorando sus penas por las esquinas. Allá ellos. Sus cuitas no me interesan demasiado.
Tampoco quisiera caer en los excesos retóricos del 15-M: aunque los políticos no me gusten, sí me representan. Yo voto, pago mis impuestos y por eso me considero jefe de todos ellos. Y estoy dispuesto a conceder que las mayorías absolutas, sean del partido que sean, pueden resultar más eficaces que el guirigay de los pactos, pero me mosquean: ¡resulta tan difícil embridar la soberbia y aparcar el rodillo!
Aquí ya vivimos un episodio triste, cuando Sanz decidió dejar al PR sin grupo parlamentario propio a mitad de legislatura. Sus huestes lo jalearon, pero aquello fue un desmán intolerable, condenado por el Tribunal Constitucional, que ilustra muy bien los peligros y las tentaciones del poder omnímodo.
Cuando los generales romanos regresaban triunfantes de sus campañas y desfilaban en loor de multitudes, un esclavo se colocaba a su lado y les susurraba: «Recuerda que eres mortal». Ahora que veo a Pedro Sanz disfrutando de su quinta mayoría absoluta, me apetece asumir el papel de esclavo puñetero y recordarle que la democracia no solo se define por el gobierno de la mayoría, sino, sobre todo, por el respeto escrupuloso y casi sagrado por la voz de las minorías. Lleven traje y corbata o parezcan perroflautas.