Pero Camps no se va por su gusto, sino porque está acusado de aceptar regalos de una trama inmunda y mafiosilla cuyos dirigentes están ya entre rejas. Quizá no valgan para el escrutinio del juez, pero yo no puedo olvidar aquellas conversaciones tan amilbaradas y ridículas con el Bigotes, ese tipejo que cortejaba babosamente a los políticos valencianos: amiguito del alma, qué espléndido eres, vaya regalos haces, cómo te pasas, te quiero un huevo.
Camps, presionado por la propia dirección de su partido, ha decidido irse. Hace bien, pero llega tarde. Debió haberlo hecho mucho antes, cuando las investigaciones sobre la trama Gürtel iban descubriendo un cochambroso reguero de favores esparcidos por Madrid y Valencia. Doña Esperanza, por lo menos, cortó por lo sano a las primeras de cambio, pero don Francisco, nuestro Paco, decidió enrocarse en una defensa barroca y confusa: que si yo pagué mis trajes, que si dónde habré puesto yo el tíquet, que si son tres trajes de mierda, que si qué más da si me los regalaron o no.
Es cierto que Camps barrió en las elecciones, lo que dice poco (muy poco) de sus rivales. Pero las urnas no expiden absoluciones ni certificados de buena conducta. Y sospecho que los ciudadanos valencianos no le castigaron porque piensan, ay, que todos los políticos son iguales.