Si fuera economista, les soltaría a continuación una vibrante, fundamentada e irrebatible teoría sobre qué debemos hacer con urgencia para salir de la crisis. Les contaría que hay que sacar sin miramientos la tijera para frenar el gasto en sanidad y en educación y además echar a unos cuantos funcionarios y abandonar a los viejillos y a los parados a la intemperie. Solo así, acabaría triunfante, conseguiremos cuadrar las cuentas.

Pero no soy economista. Si lo fuera, quizá estaría un poco avergonzado por no haber visto venir la crisis, por haber cabalgado tan sonriente a lomos de la burbuja inmobiliaria, por haber aplaudido las infames y peligrosas ganancias de la banca, por no haber abierto la boca cuando las cajas (españolas) se iban quedando en cueros.

Como no tengo ni idea de economía, asisto atónito a este continuo trasiego de opiniones y al encarnizado combate con los fantasmagóricos especuladores. Y siento que en todo este debate se nos escapa lo fundamental: las vacas gordas enflaquecieron para siempre. Este mundo es insostenible.

Al fin y al cabo, nuestros lamentos (incluidos los del 15-M) son chorraditas de ricos malcriados al lado de lo que podemos ver en Somalia, en la India, en el Congo. No creo que haya una solución universal, aunque intuyo que las sociedadeios desarrolladas tendremos que ir pisando el freno para reducir este consumismo tan febril e insustancial. Y eso no es una tarea del Estado ni de ningún ente abstracto. Eso está en nuestras manos. Tal vez debamos aprender a vivir peor para que los demás puedan simplemente vivir.

En fin. No me hagan mucho caso. No soy economista.