Me gusta pasear por los cementerios. Me gusta perderme por sus sendas agrestes, llenas de arena y de piedrecitas, y respirar el olor dulzón a flores húmedas. Me gusta sentir ese silencio definitivo e irrevocable, que se cuela entre los cipreses como un viento de eternidad. Me gusta admirar los mausoleos elefantiásicos, con sus mármoles pretenciosos, sus angelotes retorcidos y sus vírgenes arrobadas. Me gusta examinar las sepulturas humildes y esquemáticas, con la fotografía amarillenta del morador, quizá todavía con la boina puesta, y repasar aquellas dos cifras mondas que acotan su lejana biografía. Me gusta pasear con calma entre los nichos, leer los nombres de los difuntos, calcular las edades, detenerme ante la insoportable tragedia de un niño arrebatado, imaginar la enfermedad, el sufrimiento, el adiós, la nada. ¡Qué difícil, asfixiante y necesario es imaginar la nada!