Cada vez me encuentro con más gente que, cuando llega la última semana de diciembre, tuerce un poco el gesto, pone cara de malditismo poético, se sube las solapas imaginarias y suelta en voz alta, como si fuera un nuevo Humphrey Bogart, cínico y castigador:
– Odio la Navidad.
Más tarde veo a estos mismos tipos cocerse bien a gusto en las cenas de empresa, cantar villancicos, cerrar los bares más crápulas en Nochevieja o saquear todos los comercios en busca de los juguetes más caros para Reyes, pero siempre que pueden se adornan con este puntito de desprecio literario y quedan muy adultos, muy auténticos, francamente alternativos.
Confieso que a veces también me molesta la inflamación de buenismo que veo por todas partes (y especialmente en la tele) y que siento particular pereza a la hora de emitir mensajitos por el móvil con esas acostumbradas gracietas que van rodando de teléfono en teléfono. No me gusta enredarme con felicitaciones y siento pavor ante las bobaliconas películas navideñas que ponen en todas las cadenas y que nos llenan la sala de estar de papasnoeles americanos, gnomos, enanitos ajetreados y niños repelentes. Y sé que lucharé con denuedo (y sin éxito) contra un formidable batallón de abuelas, tíos, primos y demás parientes que se han propuesto enterrar a mi hijo en una colosal montaña de juguetes imposible de digerir.
Pero luego veo las lucecitas por la calle, me tomo los días libres que me quedan, doy un paseo por la ciudad, entro a tomarme un café en un bar o me compro un libro el 5 de enero a medianoche y pienso que a mí, qué cosas, me gusta la Navidad. Aunque no sé realmente por qué.