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Loco por incordiar

Las barricadas tristes

Durante semanas, me debatí sobre la oportunidad o no de secundar la huelga. Soy empleado con nómina y además tengo una pequeña empresa familiar, así que me puedo poner fácilmente en los dos lados de la barricada. En cualquier caso, tomara la decisión que tomara, me molestaban mis inopinados compañeros de viaje: resulta muy incómodo juntarse con los sindicatos y su retórica rancia y predemocrática, tan devota de los piquetes totalitarios y tan aficionada a la silicona y a mearse en los periódicos; pero también me trasportaban los demonios cuando escuchaba las sinsorgeces absurdas del presidente de los empresarios riojanos, ese tal Doménech (¿no hay otro por ahí más presentable?) y, sobre todo, cuando salían los políticos del PP a venderme que la reforma laboral “ampliaba los derechos de los trabajadores” (sic). Si hubiera habido algún modo de hacer huelga y no hacerla, me habría apuntado con alborozo.

Pero eso es imposible. Hice huelga, lo confieso*, aunque sin convencimiento alguno y con muchas dudas sobre su conveniencia. Así que me apetece al menos dejar constancia de algunas opiniones:

  1. Hay motivo. La reforma laboral perpetrada por el Gobierno supone la mayor erosión de los derechos de los trabajadores desde el advenimiento de la democracia. Dudo que sea útil para crear empleo, pero eso lo veremos más adelante. Lo que no admite duda es que implanta un modelo de relaciones laborales inicuo y altamente perjudicial para los trabajadores. ¿Por qué se eliminan los salarios de tramitación? ¿Por qué se permite a un empresario despedir casi gratis solo con un leve descenso de sus beneficios? ¿En qué ayuda todo esto a la creación de trabajo? En nada. Así que no me trago esa cancioncilla de que ‘la huelga es política’, como si todo fuera un contubernio judeomasónico contra el PP, ese insomne y abnegado benefactor de la humanidad. La reforma laboral tiene tal calado que por sí sola justifica una huelga.
  1. Una huelga inoportuna. La huelga general es el último cartucho, la última traca, el golpe final. ¿De qué nos serviría acabar como Grecia, donde se monta una huelga general cada semana? ¿Para qué? Ahora la gente está asustada y expectante. Habría que haber esperado más e intentado, en el trámite parlamentario, limar la reforma en sus aspectos más obscenos. Por querer mantener su programa de máximos, los sindicatos han perdido la ocasión de cargarse de razón. Como dicen los abogados, un mal acuerdo es mejor que un buen pleito.
  1. Los repugnantes piquetes. No debería haberlos. Ni informativos ni decorativos ni paseantes ni circunspectos ni ruidosos. Nada. Ya somos mayorcitos. Todos sabemos si queremos hacer huelga o no y no necesitamos que elijan por nosotros. Quizá los sindicatos ni siquiera lo intuyan, porque prefieren seguir la inercia y no les gusta demasiado pensar (¿para qué vamos a desgastarnos las neuronas teniendo eslóganes?), pero esos arrebatos estalinistas no les benefician. ¿De qué me sirve que nadie trabaje en el Polígono de Cantabria si los piquetes han prohibido el acceso? Sin esa sinceridad, no me creo las cifras de la huelga.
  1. Y ahora qué. Estamos al borde del precipicio y, encima, nuestra capacidad soberana está muy debilitada. No nos rasguemos las vestiduras: eso quisimos todos cuando, alborozados y entusiastas, nos metimos en el euro. Una política de ajustes extremos, sin estímulos eficaces, nos conduce a la miseria. Eso lo sabe incluso Rajoy, pero… Esta pelea se juega en Europa y hay que convencer a la señora Merkel, que nos sigue mirando como a pobres despilfarradores y subdesarrollados a los que hay que meter en vereda. Y no me extraña. Cuando uno ve el aeropuerto de Agoncillo, la nueva estación de tren de Logroño o el polideportivo de Sojuela, cae en la cuenta de por qué los alemanes piensan que hemos sido unos manirrotos.

 

(*. En la prensa, la huelga general se hace de vísperas)

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