Abrumado por el peso de mi abismal ignorancia, esclavo de mis bajas pasiones y rehén de mis lúgubres instintos animales, me atrevo a confesarme ante ustedes, mientras me atizo con el flagelo y me aprieto angustiosamente el cilicio:
Soy un borrego.
Verán: resulta que me gusta el fútbol, vi casi todos los partidos de la Eurocopa, me puse la camiseta de España (con la estrellita) y disfruté como un niño con los cuatro goles que le cayeron a Italia en la final.
Disfruté, sí, lo reconozco. Grité gooool, con todas las oes de las que fue capaz mi garganta, abracé a mi hijo, me fui a la cama con una sonrisa bobalicona y admiré sinceramente el fútbol de tracería de Xavi, Iniesta y Silva, a quienes –fíjense qué herejía inadmisible- llegué a llamar “artistas”. Y todo esto (¡oh, dios mío, caiga sobre mí toda tu ira!) en una época de crisis inaudita, con la prima de riesgo por las nubes, los montes ardiendo y el Estado a punto de irse al carajo.
Hasta dónde llegará mi desfachatez que no comprendo por qué mucha gente se ha sentido agraviada por la eufórica y multitudinaria celebración del título futbolístico. Sostienen estos plúmbeos y circunspectos inquisidores que la Eurocopa no puede esconder nuestros gravísimos problemas económicos. Claro. ¿Y? ¿Qué tiene que ver una cosa con la otra? ¿Acaso deberíamos andar por la calle siempre melancólicos, hoscos, renegones y cabizbajos?
Ocurre, señores tacañones, que a veces conviene olvidar nuestra racionalidad avinagrada y recuperar por un día la ingenua alegría de la infancia, el placer del juego y la efímera pero fulgurante ilusión de una victoria. Para eso sirve el fútbol.
Por eso soy un borrego.
(*) Foto de Miguel Herreros, captada en Logroño tras la final.