Ahora se está poniendo de moda pedir referendos; parece como si cualquier decisión que se tome, desde la salida del euro hasta el asfaltado de una bocacalle, naciera con un intolerable déficit democrático si no se somete a una consulta popular. Y debemos reconocer que así, a bote pronto, nada parece más irreprochable que un bonito referéndum.
A mí me hace sospechar un poco que todas las dictaduras hayan recurrido a los referendos para tapar sus inmundicias con una capita de respetabilidad. Contra lo que puede parecer a simple vista, resulta mucho más fácil manejar a una muchedumbre a golpe de plebiscito que a través de partidos políticos, elecciones libres y discusiones públicas; sí, ya sé, todo ese aburrido andamiaje institucional que ahora nos resulta tan desesperante y que sin embargo guía la convivencia en las democracias bien asentadas.
Hay muchas cosas que marcan la solvencia o no de un referéndum, pero quizá la principal sea la preguntita. Cuando Artur Mas plantea preguntar a sus súbditos si quieren que Cataluña tenga «un estado propio dentro de la UE», está consultando algo que ellos jamás podrán decidir porque eso escapa a la voluntad del poble catalá, de su mesías y hasta de la malvada Madrit. Es como si los riojanos montáramos ahora un referéndum para decidir nuestra urgente conversión en isla paradisiaca del Caribe o nuestra incorporación inmediata a la Federación Rusa.
O la pregunta es clara, sencilla y factible (como en Escocia) o el referéndum se convierte en una perversa arma de dominación antidemocrática.
(*) En la foto, de Toni Albir para EFE, aparece la pseudoconsulta en favor de la independencia que se celebró en abril de 2011. Mas jugó a ir allá, a votar, a que nadie lo viese y a que todo el mundo lo supiese.