Yo quiero ser Ana Mato.
Quiero levantarme todos los días y sonreír al ver cómo las criadas visten a mis niños, tan monos y simpáticos. Quiero peinarme la melena en el tocador mientras mi maridito monta un fiestón de cumpleaños con setenta kilos de confeti, doscientos mil globos y veinte payasos con sus zapatones, sus corbatas coloridas y sus bombines. Quiero asomarme a la puerta del garaje y descubrir con grititos de alegría que mi hombre ha jubilado el Seat Toledo y se ha comprado un Jaguar. Quiero irme de viaje a Dublín y a Ginebra y a Tenerife y jamás preguntar nada. ¡Qué aburrimiento hablar de dinero! ¡Eso es cosa de hombres!
La vida para mí solo es una hermosa sucesión de viajes, cumpleaños, jaguares y primeras comuniones. No quiero saber nada, apenas alcanzo a sumar dos y dos, Jesusito sabrá lo que hace, yo bastante tengo con elegir las tartas, colgar las guirnaldas y cuidar amorosamente de mis geranios.
Si el puesto de Ana Mato está ocupado, entonces me pido ser la infanta Cristina. Me pido casarme con un mocetón vasco, jugador de balonmano, mundialmente famoso por sus vigorosos empalmamientos, que me hace unos hijos rubios y mofletudos y que de repente, vaya usted a saber cómo, comienza a facturar millones y millones de euros y me compra una mansión en lo mejorcito de Pedralbes. No sé bien a qué se dedica ni de qué va ese misterioso instituto que él preside ni, por supuesto, jamás se me ocurrirá preguntárselo. ¡Son cosas de maridos!
Quizá yo no pueda ser Ana o Cristina, pero me rindo ante estas dos señoritas que, si hemos de creer lo que nos cuentan sus abogados, tan felizmente ejercen de mujeres florero: decorativas damas que sonríen, sirven el güisqui a sus esposos y nunca jamás en la vida preguntan nada.
(*) En la foto, de la Agencia EFE, Ana lleva gafas de no ver (las mismas que utilizaba cuando a su marido, según la policía, le pagaban los jaguares, las fiestas, los viajes…)