El pasado viernes, mientras veía la televisión, me acordé de un tipo al que un día conocí.
Se llamaba Mariano.
Mariano era un hombretón alto y grave, que fumaba grandes puros, leía el Marca y veía los partidos del Madrid. Había estudiado para ser registrador de la propiedad, un trabajo digno y seguramente útil, aunque no demasiado apasionante. No era muy aventurero, Mariano. Y en el fondo le aburrían muchísimo las leyes, la economía y los líos administrativos.
Daba la impresión, en fin, de que Mariano vivía una vida ajena, como si su padre le hubiera encaminado hacia un universo de poder, dinero y tejemanejes cuando a él, en realidad, lo que le hubiera gustado es ejercer de cronista deportivo y asombrarse repetidamente con los galopes empinados de Contador o con los goles furibundos de Cristiano Ronaldo.
Pero Mariano, que siempre se preció de ser un buen chico, en absoluto revolucionario, parecía asumir su destino de hombre poderoso sin protestas, aunque con un deje de ironía socarrona que unas veces me recordaba a Álvaro Cunqueiro y otras, a Wenceslao Fernández Flórez. Era como si Mariano, alzado a unas alturas imprevistas e indeseadas incluso por él mismo, ya no se dedicara a otra cosa que a perfeccionar infatigablemente su papel de Gallego Impasible.
La última vez que vi a Mariano se presentaba a unas elecciones y alardeaba de ser un tipo previsible, un hombre aburrido, un señor con sentido común y del cual no cabía esperar sorpresas ni sustos ni vaivenes: solo un camino recto, predecible, fiable y exacto como un reloj suizo.
En él pensé el pasado viernes, mientras escuchaba cómo el Gobierno había cambiado de repente y por enésima vez sus pronósticos, sus convicciones, su programa, sus promesas.
(*) En la fotografía, de la Agencia Efe, Mariano dándolo todo.