Cuando ustedes lean los datos de la Consejería de Educación, tal vez crean que el mundo escolar logroñés es un universo de dibujos animados y que la población de la ciudad se distribuye casi mágicamente entre los colegios existentes. Pues lamento pincharles la nube rosa: en los numeritos que ustedes ven hay, aunque no lo parezca, mucha trampa y demasiado cartón.
Quien esto escribe escolarizó a su hijo hace ya dos años; pero la situación no ha cambiado ni tiene visos de cambiar. Inicié un peregrinaje por los centros que aún recuerdo con pavor. Acudí primero al que por vecindario me correspondía, el Vicente Ochoa. Fui a una reunión, me explicaron que había ya inscritos treinta chavales más de las plazas de que disponían y, aunque me invitaron (un poco malévolamente) a echar la instancia, me fui. Marché entonces al flamante colegio Juan Yagüe, recién abierto, con dos líneas de infantil, pero me advirtieron de que no podían garantizarme nada. Vi que lo tenía crudo: quedaba un día, ya se pasaban tres o cuatro del listón y la letra de mi apellido era mala.
El último día se convirtió en un maratón: ante la posibilidad, cada vez más evidente, de que mi chaval se criara asilvestrado o encerrado en alguno de esos guetos que tan alegremente asume la Consejería, hice más kilómetros que un repartidor de telepizza. Pregunté en Doctores Castroviejo y me respondieron con un gesto poco alentador; llegué hasta los Escolapios, mi antiguo colegio, del que guardo un excelente recuerdo y que me brindaba el punto de exalumno, pero me pillaba en la otra punta de la ciudad, fuera de mi zona de escolarización (entonces aún había dos) y, encima, no tenía implantado el horario intensivo; menos mal que, ya sobre la bocina, entré en Las Gaunas y me dijeron que allí no habría problema. Me sentí aliviado, como si hubiera encontrado una sombra benéfica en pleno desierto.
Debo decir que hoy estoy feliz con ese colegio y que no me arrepiento de aquella decisión. Pero no fue una decisión que yo tomé: alguien la fue tomando por mí. Por eso, cuando oigo hablar de la tan cacareada «libertad de elección de centros» y luego escucho a mis gobernantes ufanarse de que el 95% los niños encuentran sitio en la primera opción, no puedo reprimir una triste carcajada.
(*) En la imagen, de mi compañero Miguel Herreros, una madre comprueba si ha tenido suerte en la lotería escolar.