A mí me caía bien José Ignacio Wert. Antes de que Rajoy le sedujese como a una pretty woman de la sociología política, me parecía un tipo sensato y cabal: un profesor prestigioso, muy bien preparado, cuyos comentarios solían ser templados y fecundos.
Ahora me gustaría que, siquiera por un momento, el Wert columnista se emancipara del Wert ministro y enjuiciara su labor con la agudeza que solía demostrar antes del 22 diciembre de 2011. Creo que no escribiría una sola línea. Se echaría las manos a la cabeza y gritaría: dios mío, en qué me he convertido.
A José Ignacio Wert le ha podido la vanidad: un buen día se lo llevó Mariano Gere de compras ideológicas por Rodeo Drive y lo engatusó con un crédito de poder ilimitado. Allá donde Julia Roberts veía modelitos de chanel, gafas de gucci y ferraris rojos, Wert se encontró de repente con un despacho imponente, una soberbia tarjeta de visita y un coro de secretarios y asesores genuflexos que a cada paso se quitaban el sombrero y le decían: sí señor ministro, sí señor ministro, sí señor ministro.
En ese momento, José Ignacio Wert resolvió que, al lado del oropel, la sensatez ya no valía pena.
Wert sabe bien que su ley no servirá de nada. Lo sabe, pero hace ya tiempo decidió que siendo la Julia Roberts de Mariano Gere se lo pasa mejor. Es cierto que la Logse y todas sus reformas posteriores han sido una basura y seguro que escarbando en el articulado de la nueva Lomce encontramos, junto a muchas baladronadas, puntos interesantes y medidas juiciosas; pero no funcionará. Ninguna ley de educación servirá de nada si no nace fruto de un acuerdo sincero que se deje de tonterías ideológicas e implique, al menos, a los dos grandes partidos y a una buena parte de la comunidad educativa.
(*) En la gran fotografía de AFP, Wert se postula para encarnar al próximo malo de Torrente.