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Loco por incordiar

Soy de la casta

El otro día me invitaron a dar una charla sobre la prensa e internet. Dije lo que buenamente pude. Al terminar mi discurso, un oyente pidió la palabra y me espetó:

–Tú eres de la casta.

No recuerdo qué le respondí, pero al llegar a casa me derrumbé en el sillón, definitivamente derrotado y pensé: soy de la casta.

Confieso que, hasta ahora, no tenía claro mi personaje en este cuentecillo de hadas inocentes contra dragones furibundos que nos está contado, con esa oratoria tan admirable, el mesías nuevo que nos hemos echado. Háganse ustedes cuenta de mi pasmo: yo me tenía por un tipo bastante normal, con ciertos defectos y algunas virtudes, si me apuran tirando a tonto, y ahora de repente descubro que en el fondo soy un perverso titán. Un titán sediento de sangre y de dinero, un titán malvado que planifica la esclavitud y posterior aniquilación de la humanidad mientras se sienta en su poltrona y acaricia un gato persa.

Hasta me he mirado en el espejo a ver si, cuando sonrío, me brilla maléficamente un colmillo.

Revelada y asumida mi verdadera identidad, resolví entrar en la habitación donde estaban mi hijo y mi sobrinilla, puse una cara terrible y una voz espantosa y grité:

–¡Uhhh! ¡Soy de la castaaaaaa!

La verdad es que me quedé un poco chafado. En lugar de correr asustados  o de ponerse  a llorar, se descojonaron de mí. Caí entonces en la cuenta de que a los niños no se les engaña tan fácilmente como a los mayores.

(Postdata: agradecería que, en pro de la diversidad lingüística, en el próximo círculo se aprueben algunos sinónimos para definirnos a los malos. Casta está bien, pero también podrían usarse bellas palabras como escoria social, estiércol capitalista, vampiros desalmados, endriagos o incluso –mi favorito– hidra de siete cabezas).

(*) En la fotografía, salgo yo justo antes de ponerme al ordenador para escribir un artículo.

 

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