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Loco por incordiar

Ébola

El ébola, mirado al microscopio, parece un bastón con un mango de fantasía, un bastón barroco y juguetón, un simpático bastón de puño nacarado, como los que utilizaba Antonio Gala. Uno escruta atentamente el bichito, tan destructivo e invasor, y no alcanza a verle ojillos ni cerebro: solo un filamento impasible y curvado, apenas una línea, un esbozo apresurado, la rúbrica de un niño que está aprendiendo a firmar.

Quizá por eso resulta más aterrador.

Cada cierto tiempo, la naturaleza nos demuestra quién manda aquí. A veces se contenta con descorchar un volcán o con sacudir un poco las placas tectónicas, pero en otras ocasiones prefiere utilizar estos animalillos (¿son animalillos?) sutiles y escurridizos, casi inexistentes, que colonizan nuestra sangre o se camuflan en nuestros mocos o viajan por la atmósfera como pasajeros alocados de algún vuelo infinitesimal.

Yo confieso sentir una profunda fascinación por estos engendros que mutan como superhéroes de ficción y consiguen pasar de no se sabe dónde al murciélago, del murciélago al mono, del mono al hombre, del hombre a otros hombres. Me quedo durante minutos mirando su cuerpecillo tembloroso e inocente y siento el vértigo de quien se asoma a un abismo insondable, al pozo oscuro del que venimos y al que regresaremos.

Estos bichitos invisibles y silenciosos, que solo se limitan a cumplir su imperativo biológico, me acercan al apocalipsis mucho más que el cerebro cardado de Kim Jong Un o la sanguinolenta furia medieval de los yidahistas.

Miro a los enfermeros y a los médicos, disfrazados de astronautas, con el miedo asomando por el rabillo de sus gafas de submarinista y solo acierto a pensar en nuestra inaudita fragilidad y en la obscena vanidad de creernos los dueños del cotarro.


(*) En la fotografía, de la Agencia Efe, el maldito bicho


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