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Loco por incordiar

Oh, cielos

Los agnósticos vivimos tiempos difíciles. Uno se esfuerza afanosamente en mantener su escepticismo, en hacerse continuas preguntas, en bucear más y más en sus propias dudas y de repente descubre que el mundo está (¡otra vez!) lleno de creyentes. Los asesinos del Estado Islámico, por ejemplo, rebanan cuellos y violan mujeres creyendo que así se ganarán el cielo, un estúpido cielo repleto de huríes que andan por ahí medio en bolas.

Los nacionalistas no matan (al menos desde que ETA se esfumó), pero también piensan que pueden construir en la tierra (y en apenas unas horas) otro cielo, todavía más infantil y rosa, un cielo como de tebeo de Winnie the Pooh, que se alcanzará por el mágico expediente de levantar una frontera. Veo a los catalanes votando entre selfies y lágrimas y les oigo decir que, sin la indolente presencia de extremeños, andaluces o riojanos, ellos podrán construir un estado más justo, con pensiones más altas, sin apenas paro, a la vanguardia de la investigación científica, con la mejor educación del mundo y la sanidad más avanzada, sin recortes ni deuda, olvidando quizá (¡minucias!) que su país está en quiebra, que su negocio está en el comercio con España y que Andorra es la primera patria de su indomable Bravehart.

Veo luego a Pablo Iglesias, tan facundo, pronunciando aquella épica frase de Karl Marx («¡el cielo no se toma por consenso, se toma por asalto!»), sin caer en la cuenta de que el cielo no se toma ni por consenso ni por asalto. Ni tan siquiera por referéndum. El cielo no existe. Solo un purgatorio árido y difícil en el que las cosas, incluso las mejor intencionadas, cuestan mucho, salen siempre regular y suelen tener consecuencias imprevistas, a veces espantosas.

¡Pero resulta tan confortable entregarse a un mesías, escoger unos enemigos y soñar con cualquier cielo!

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