En este año turbulento recién acabado, hemos celebrado el centésimo aniversario de la Primera Guerra Mundial, una monstruosa contienda que siempre me ha dejado perplejo.
La Segunda Guerra Mundial resulta mucho más fácil de explicar: había unos malos malísimos y eso hace que retóricamente pueda contarse casi como una fábula infantil, con caballeros intachables (aunque luego no lo fueran tanto) que luchaban juntos contra demonios terribles. Quizá por eso haya tenido tanta fortuna cinematográfica.
La Primera Guerra Mundial, en cambio, fue un sindiós, un monumental desbarajuste, una sangrienta confusión de nacionalismos a la que uno asiste anonadado y sin apenas tomar partido, con la inquietante sensación de no saber por qué murieron millones y millones de personas.
Confieso que me aburren los documentales y los ensayos bélicos. El otro día, en La 2, empecé a ver una serie de bonita factura sobre la Primera Guerra Mundial, titulada ‘Apocalipsis’. La dejé a la mitad porque, una vez metidos en harina, me fatiga esa sucesión de batallas y de estrategias, de gente metida en trincheras y de tipos que vuelan por los aires.
Sin embargo, no me cansaría de ver el primer capítulo: salían algunas imágenes de vídeo captadas por protocineastas aficionados en los meses anteriores al estallido. Había gente bailando, navegando en barcos, jugando con sus familias. Hacía 100 años que Europa no sufría una gran guerra y la amenaza de una contienda parecía lejana y extemporánea, una costumbre de otros tiempos y de otras latitudes.
Pero sucedió. Y duró cuatro años y murieron muchos millones de personas. Y hay algo en esas imágenes de frivolidad, de alegría, de despreocupación, de esto-ya-no-nos-puede-pasar que me resulta profundamente turbador.