Veo a la gente bucear en una cripta madrileña en busca de los huesos de Miguel de Cervantes. Los obreros exhuman un ataúd de madera muy desvencijado, con unas tachuelas mohosas que dibujan dos iniciales: M.C.
De repente todo el mundo se excita. Flota en el aire una especie de electricidad, como si estuviéramos a punto de vivir un momento histórico, como si alguien fuera a pisar Marte por primera vez. Los periódicos le dedican espacios generosos, las televisiones mandan enviados especiales, un arqueólogo circunspecto explica que no hay que lanzar las campanas al vuelo: ¡todavía queda un largo trabajo por hacer!
Sobre una mesa yacen los huesos carcomidos de un esqueleto mondo. Dicen que están buscando a un tipo al que le quedaban seis dientes, sufría de artrosis severa, le faltaba un brazo y tenía un arcabuzazo en el esternón. Se conoce que don Miguel estaba, con perdón, hecho una mierda.
Veo todo este trajín, que alguien pagará generosamente, y no alcanzo a comprender por qué. ¿Tenemos alguna necesidad de saber si esta tibia o aquella rótula pertenecieron a Cervantes? ¿Acaso habrá alguna diferencia con la tibia de un mesonero o con la rótula de un mercader?
Aquel hombre que murió hace 400 años nos dejó como legado una obra fascinante, monumental, divertida, insondable, de infinitos matices y elegante prosa. La tienen ustedes a su disposición en cualquier librería a precios irrisorios. Esos son los vestigios de Cervantes que me interesan (y me interesan mucho); lo demás me parece pura pulsión fetichista, una extraña parafilia que tal vez se explique por criterios turísticos pero que recuerda demasiado al viejo tráfico de reliquias, cuando cada parroquia luchaba por tener su pedacito de cruz o su cachito de fémur de san Esteban o su frasquito de sangre coagulada.
En la fotografía, de EFE, las letras M.C. sobre un ataúd de madera.