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Loco por incordiar

Deberes

Cuando era pequeño hacía los deberes después de ver Barrio Sésamo. Me comía un bocadillo de chorizo, daba un poco de guerra y luego me sentaba con mis hermanos a hacer las tareas. No lo recuerdo como un martirio, aunque costaba lo suyo apagar la tele, abrir los libros, sacar los bolígrafos y ponerse a echar cuentas o a estudiar historia, según lo que tocase.

Mi infierno, en realidad, eran los trabajos manuales. Siempre he tenido tendencia a aplazar las tareas ingratas, así que me veía la noche anterior en la cocina con una sierra de marquetería, un manojo de pelos y varios tablerillos que debían convertirse en un barco o en una casa o en un avión. Yo seguía concienzudamente las instrucciones e iba paso por paso, pero no había manera: las esquinas no me cuadraban, las piezas no encajaban bien, los pelos de la sierra saltaban por los aires, el pegamento se me escurría y lo ponía todo hecho un asco.

 Algún día, asfixiado por la hora, tuve que poner a mi padre, a mi madre y a mis hermanos (puede que incluso a mi abuela) a hacer piezas de marquetería hasta la una o las dos de la madrugada: la cocina de mi casa, iluminada por dos tubos fluorescentes, parecía entonces un taller de Bangladesh.

 Una vez conseguí hacer un trabajo bastante bien y a tiempo, pero al llegar al colegio me puse a jugar al fútbol en el patio y le cayó encima un balón.

 Aquellos sudores pasaron y no sé si realmente aprendí algo. Defiendo la necesidad de la disciplina y del esfuerzo en la educación, pero veo a mi sobrino, de 14 años, martirizado por algunos profesores sádicos, que todavía poseen un concepto cuantitativo y estajanovista de la docencia y pienso que deberían tener más cuidado con sus alumnos: les están enseñando a odiar lo que aprenden.

(*) En la foto, de AP, un niño escribe torcido en renglones rectos.

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