Mis queridos alcaldes, concejales, diputados, consejeros, ministros. En fin: mis queridos asalariados.
Me da igual que prometan o juren el cargo, me da igual que se limiten a recitar la fórmula o que se adornen con juramentos barrocos y confusos, me da igual que lo hagan por imperativo legal, porque lo sienten en el alma o porque se les ha puesto en el cigoto, me da igual que cojan o no la vara, que vayan en chancletas o con zapatitos de charol, que lleven el pelo largo o que se lo peinen con gomina y la raya a un lado.
Me da igual que vistan todos el nuevo uniforme (camisa blanca remangada y pantalones vaqueros) y me da igual que, después de tanto tiempo encerrados en sus despachos, ahora bajen a la cervecería y se tomen unos cortos mientras ponen esforzadamente cara de ser personas-como-los-demás, gente corriente, tipos como yo o como el inútil de mi vecino.
Me da igual que cobren su sueldo íntegro o sólo la mitad y me da igual si lo que no cobran se lo acaban entregando al partido (como han hecho todos siempre), a una oenegé, a Cáritas, al Fútbol Club Barcelona o al Movimiento Internacional en Favor del Esperanto. Me da igual que vayan al trabajo en bicicleta o que se agarren a las barritas del metro mientras los fotógrafos –que, vaya por dios, siempre están ahí– les tiran simpáticas instantáneas o que lleven mochilas de universitario al hombro o que frecuenten Twitter, Facebook, Instagram o cualquier otro sumidero del alma.
Me da igual que sonrían o se enfurruñen, que sean simpáticos u hoscos, que cuenten chistes o que no tengan ni puñetera gracia.
Yo lo único que les exijo, criaturitas mías, es sean honrados, trabajadores y competentes. Todas las demás cosas, que tan entretenidas nos resultan ahora, son solo solemnes chorradas.