El otro día aparecía publicado en este periódico un reportaje sobre la caída de los precios de la uva blanca. El mercado del vino –decía mi abuelo– es trato de borrachos y siempre se alternaron crisis tremebundas y súbitos momentos de esplendor. Sin embargo, muchos de los entrevistados en aquel reportaje (ejecutivos-bodegueros) habían identificado ya a la culpable del desastre: la viura. ¡La viura! Criticaban que, al permitirse nuevas plantaciones de uva blanca, los agricultores hubieran escogido la viura en lugar de poner variedades exóticas mucho más fashion, como el verdejo, el sauvignon blanc o el chardonnay.
Mientras leía el reportaje, estaba bebiendo un vino blanco elaborado por un primo mío de Fuenmayor. No les aburriré con la barroca retórica de los catadores: solo les diré que estaba estupendo y que en su juventud de fruta fresca se atisbaba ya una espléndida madurez. En su 95% estaba elaborado con uva viura. Era mejor (pero infinitamente mejor) que cualquier verdejo anguloso de esos que ahora están tan de moda.
Sin embargo, el sanedrín ya ha dictado sentencia: la culpa es de la viura. Uno piensa que, si a estos ejecutivos-bodegueros se les diera manga ancha, arrasarían con toda tradición para seguir ciegamente los caprichosos vaivenes del mercado. ¡Ya nos ocurrió cuando Parker empezó a ponderar esos vinos gordos y ásperos tan alejados del clasicismo de Rioja! Cuando pasé la moda del verdejo (que pasará) y la tontería del chardonnay (que también pasará), tal vez importen otra variedad o quizá entonces se marchen a Rueda o al Priorato.
En un mundo globalizado, a la larga solo triunfará quien sepa cultivar amorosa y orgullosamente su diferencia. Aunque para eso se necesita paciencia, perseverancia y visión a largo plazo. Y saber venderlo bien, claro. Justo lo que nos falta.
(*) ¿Hace un blanquito? La foto es de mi compañero Justo Rodríguez