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Loco por incordiar

A ti, que pitaste

El otro día, como advertí más ruidosamente de lo que yo mismo hubiera deseado, fui al campo municipal de Las Gaunas, me senté en mi butaca y aplaudí a la selección española de fútbol. También a Piqué.

Hubo gente que le silbó. Otros le aplaudieron e incluso le vitorearon.

No me apetece entrar en el juego un poco infantil de si hubo más pitidos que aplausos. Por fortuna, me tocó habitar una zona educada del campo y los silbidos se oían lejanos, avinagrados y tristes, molestos. A mi lado estaba sentado un hombre ya mayor, grave como un senador romano, que escrutaba el fútbol con la autoridad de un pontífice. Sólo aplaudía levemente, apenas decía dos palabras y no movía un músculo de la cara, pero se le veía disfrutar. Hasta que oía los silbidos a Piqué. Entonces torcía el gesto y mascullaba una maldición. Mediada la segunda parte, explotó en voz bajísima: «¡Qué vergüenza! ¡Pitar a la selección española! ¡Qué vergüenza!». Agredecí que el azar me permitiera sentarme al lado de aquel venerable aficionado y aproveché su magisterio para enseñarle a mi hijo, que estaba como loco, que la tontería suele ser mucho más ruidosa que la sensatez.

Durante estos días, he intentado comprender las razones de los que pitaron. En la mayoría de los casos, balbucían extraños motivos y acababan aludiendo a supuestas declaraciones incendiarias de Piqué, frases que jamás había dicho –he revisado concienzudamente las hemerotecas–, pero que le cuelgan como sambenitos. A mí me da igual lo que piense. Ni siquiera me cae bien. Pero es él quien decide, sin ninguna obligación, representar a España. Exigirle pureza de sangre y absurdas homologaciones ideológicas nos emparenta con lo peor del nacionalismo.

Y yo odio el nacionalismo.

(*) En la fotografía, de Raquel Manzanares para EFE, Piqué, a su llegada al hotel de la concentración del equipo nacional en Logroño.

 

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