El otro día subí al trastero de la casa de mis padres. Encontré un manual viejísimo, medio arrugado y lleno de polvo. Tenía las tapas grises y un escudo con un aguilucho. Ponía: «Formación del espíritu nacional». Decía cosas rídiculas, cosas que ahora nos hacen mucha risa, cosas tan peregrinas e irracionales que da miedo que alguien alguna vez se las haya tomado en serio. «Dios –se lee– puso a España en el mejor lugar del mundo, donde no hace ni mucho frío ni mucho calor». «España es una bendición de Dios». «Es imposible leer la gloriosa historia de nuestra Patria y no sentirse conmovido y notablemente entusiasmado por España». «El Estado ejerce su acción paternal sobre todos los ciudadanos para que se sientan lo más felices posible».
Je, je.
Qué sarta de chorradas.
Menos mal que aquello ya pasó.
¿Ya pasó?
Cambien ahora la palabra España por Cataluña o por Euskadi, asómense un rato a su sistema educativo y observen luego ese flamear de banderolas, ese patriotismo de himnos salvajes y sangrientos, esa historia mítica y laboriosamente inventada de Amayas y Aitores, de Casanovas, de mil setencientos catorces, de ejercitos invasores, ese sentimiento inflamado de identidad, de ellos contra nosotros, de somos el mejor país del mundo y nos tienen subyugados unos harapientos indeseables que nos han impuesto un idioma extranjero.
No sé si lo de Cataluña tiene arreglo. Quizá ya sea tarde y todos, catalanes y españoles, nos dirijamos, alegres y cantarines, hacia un precipicio de miseria, pueblerinismo y querellas mutuas. Pero si econtramos una salida, incluso en un verdadero estado federal, habría que eliminar de los sistemas educativos cualquier rancia, estúpida y anacrónica formación del espíritu nacional.