Me gustaría muchísimo ser catalán. Pero catalán de los buenos, independentista y del Barça, esforzadamente monolingüe, estelado y embarretinado, sardanero y butifarrés, aficionado a las performances patrióticas, conspicuo amante de las banderolas y de los himnos hirientes, cantor emocionado de Els Segadors, sufridor gimiente de un estado opresor y maltratante, un estado casi dictatorial y sin embargo débil y caduco, al que le queda lo colorao de la vela para implosionar de una buena vez y convertirse en un simpático y enrevesado puzle como esos que montábamos de críos para aprender geografía.
Me gustaría muchísimo ser catalán y olvidarme por un momento de que en el mundo existen pobres, refugiados, muertos de hambre, guerras inauditas, catástrofes inapelables, miserables seres humanos por los que acaso soltaré una lagrimita (¡no somos de piedra!), pero cuyas tragedias apenas resisten comparación con la insoportable dominación de una patria pura y milenaria a manos de un imperialismo triste, un imperialismo de tercera división que en los últimos años solo nos ha servido para ganar un mundial y dos eurocopas y eso gracias a Xavi.
Me gustaría muchísimo ser catalán para creerme a pies juntillas y contra toda evidencia que mi nueva república indepe –aunque sea presidida por un tipo corrupto y ultraliberal– será como Dinamarca pero con buen tiempo y no habrá pobres ni ancianos menesterosos y las pensiones subirán y los sueldos también y habrá helado de postre y curaremos el cáncer y el Barcá seguirá ganando la Liga y la Merkel nos recibirá con los brazos abiertos e incluso Europa se planteará quedarse con nosotros, que somos los trabajadores, y mandar a hacer puñetas a esos españoles agitanados y cutres que solo nos han traído disgustos y El Corte Inglés. Copón ya.
(*) En la foto, de Albert Gea para Reuters, se demuestra que en Cataluña empieza a amanecer tralarí tralarí.