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Loco por incordiar

Gente de principios

La gente que alardea de tener muchos principios inquebrantables es muy peligrosa. Sobre todo si los enuncian enfáticamente y como desafiantes. Usan adjetivos rotundos e inapelables y en cada uno de ellos se esconde un pequeño dictador que cancela cualquier debate. Son tipos ferruginosos, que asumen la coherencia como un cinturón de castidad y que son incapaces de comprender el punto de vista ajeno: no ceden nunca, en ninguna circunstancia. Su mundo es una línea roja infranqueable.

Hay gente así en todos los oficios y en todos los partidos, desde Aznar a Monedero. Cautivan a sus fieles, que los jalean sin descanso, y suelen mandar mucho porque presumen de tener las cosas claras (¡y lo malo es que verdaderamente las tienen!) A veces incluso son capaces de exponer sus convicciones con una precisión matemática, como si fuesen ecuaciones resueltas hace mucho tiempo de las que nadie en su sano juicio puede dudar.

Si acaso, por pura estrategia, se permiten una gracia con los rivales y les dejan explicar sus argumentos mientras les miran con la sonrisilla condescendiente del maestro que escucha al niño decir estupideces. Luego los insultan.

En esta España a cuatro que se nos avecina solo funcionará si los líderes de los grandes partidos (Mariano, Pedro, Pablo y Albert, por nombrarlos conforme exige la nueva etiqueta) depuran sus principios al máximo y los dejan en los huesos, borrando muchas líneas rojas y permitiéndose el lujo de la flexibilidad y de la transacción. Reformar la Constitución, por ejemplo, solo será posible –y deseable– si los cuatro partidos (¡no dos ni tres!) pactan un nuevo marco en el que todos, pensemos como pensemos, quepamos más o menos a gusto.

De lo contrario, como predijo Alfonso Guerra en Logroño, quizá acabemos echando de menos el bipartidismo.

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