Una vez me dieron un billete de 500 euros. Al principio me hizo ilusión. Lo vi morado y orondo, fecundo y promisorio.
Luego empecé a sentirme sucio. Lo saqué de la billetera para que la gente no murmurara y lo guardé cuidadosamente entre las páginas de un libro. Lo coloqué en el capítulo LXVIII de la segunda parte del Quijote («De la cerdosa aventura que le aconteció a don Quijote»). Ese día apenas pude conciliar el sueño. Di mil vueltas en la cama, inquieto, sudoroso, desesperado. Algo me corroía por dentro: una íntima y vaga desazón. A las cinco de la mañana me levanté, tomé un café y supe lo que me pasaba: había cometido una profanación.
Fui a la estantería, cogí el Quijote, saqué el billete de 500 euros e intenté meterlo en otro libro, pero no encontré ninguno adecuado. Desesperado, atrapado en una decisión irresoluble, esperé a que dieran las nueve, me vestí, bajé a la librería, fui a la sección ‘Periodismo’ y, tapándome la cara con un pasamontañas, compré Ambiciones y reflexiones, de Belén Esteban. Me regalaron una botellita de vino. Guardé el billete entre sus páginas y oculté el libro entre las obras completas de Paulo Coelho. Luego me bebí el vino.
Pero seguí sintiéndome sucio, víctima de una vergüenza cada vez más profunda y dolorosa. No podía pagar nada con él y tampoco quería llevarlo al banco y soportar la mirada torva e inquisidora del cajero. Angustiado, consumido, definitivamente aterrado, alguien me pasó un número de teléfono.
Llamé.
Me contestó una señora de voz ronca. Entre sollozos, le conté mi problema. La señora de voz ronca –creo que se llamaba Rita– soltó una carcajada gutural y dijo que le diera el billete, hombre, que ella no hacía preguntas y se encargaba de todo.
(*) Esta foto de la Agencia Reuters retrata el momento en que Rita me enseña cómo manejar billetazos.