En ocasiones, daba la impresión de que a aquella selección brasileña del año 1982 no le importaba demasiado ganar, como si la victoria fuera un trámite agotador y engorroso, un mero ejercicio de contabilidad que no cuadraba con su naturaleza de poetas. Lo suyo era el enamoramiento paciente, la belleza matemática, las geometrías imposibles, los chispazos fulminantes.
Para reforzar esa impresión, el equipo amarillo se había presentado en Sevilla, su sede en el Mundial 82, con un portero de mentirijillas, un tipo calvo, con pintas de auxiliar administrativo, al que ni siquiera se le podía pedir que atajara decentemente los balones. Se llamaba Waldir Peres y uno llegaba incluso a sentir ternura por ese hombre tan normalito y gris, injertado a la fuerza en un equipo de artistas: Zico, Júnior, Falcao, Eder, Toninho Cerezo… y Sócrates, capitán y estilista mayor de aquella sublime tropa.
Del padre de Sócrates Brasileiro Sampaio de Souza Vieira de Oliveira, don Raimundo, podemos asegurar dos cosas: que no tenía pereza a la hora de bautizar a sus hijos y que era un rendido aficionado a la filosofía griega. Sus hermanos Sóstenes y Sófocles pueden dar fe de la pasión de don Raimundo por la cultura helenística. Cuando tuvo a su último hijo, amenazó con llamarle Jenofonte, pero su esposa se plantó. Acabó siendo Raí, también futbolista internacional, jugador del Paris Saint Germain y campeón del mundo en 1994.
Sócrates jugaba al fútbol a escondidas, mientras se sacaba la carrera de Medicina. Su padre no quería ni oír hablar de que su hijo se dedicara a ese pasatiempo tan estéril que se había convertido en la religión laica de Brasil. Pero Sócrates no dejó ni los estudios ni el césped. Hombre alto (1,92), de pie pequeñísimo (calzaba un 37) y de una elegancia suprema, manejaba el balón con suavidad y armonía, siempre recto como un húsar, sin una mueca de esfuerzo en el rostro.
Al Mundial 82 llegaban como favoritos. «Nunca he visto jugar a nadie tan bien como a aquel equipo», confesó Sócrates hace unos años. Pero perdieron. «Mala suerte y peor para el fútbol», zanjó en el Camp Nou nada más ser eliminado por Italia (3-2), en la segunda fase. Ni siquiera llegaron a semifinales. A veces, la belleza se recuerda más que el triunfo.
Sócrates ha muerto. Hundido por el alcohol. Mil obituarios distintos y puntillosos repasarán ahora toda su vida, pero yo prefiero quedarme con aquel mágico recuerdo del año 1982, con su cautivadora estampa de cantautor rebelde, con su espíritu irredento y revolucionario, con su sarcástico desprecio por la vana palabrería de los resultados