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Loco por incordiar

El antropólogo zulú: la lotería

Un año, en mi poblado, jugamos a la Lotería de Navidad. Llegó un misionero vasco con un fajo de papelitos y nos dijo que podíamos ganar millones y millones de euros. A nosotros nos asombró su repentina generosidad, así que nos acercamos a observar los billetes. En todos ponía lo mismo: un número, un precio (5 euros) y una aclaración (donativo, 1 euro).

Al jefe Mondongo le mosqueó esto último, pero el misionero vasco nos explicó que era un dinero muy bien invertido porque ahora se habían abierto en Euskadi nuevas perspectivas políticas de resolución del conflicto y entonces había que sufragar de manera imaginativa la lucha de construcción nacional y patatín y patatán. Los misioneros vascos hablan más bien poco de Jesús, pero se ponen pesadísimos con su patria oprimida. Qué le vamos a hacer. Cada cual tiene sus obsesiones.

El caso es que picamos. Le compramos el talonario entero y aquel día, 22 de diciembre por la mañana, nos fuimos todos a la tienda del jefe Mondongo, que tiene parabólica, para ver el sorteo por la tele. Yo, con el dinero que me iba a tocar, me iba a pagar otra estancia de investigación en Logroño, porque la última vez se me quedaron veintiséis bares sin explorar y unos cincuenta y cuatro pinchos sin comer. Otros, más primarios, habían decidido comprarse un ferrari, un avión y hasta un submarino para irse a vivir al mar.

El jefe Mondongo, que siempre piensa a lo grande, había decidido emplear su dinero en contratar a un muchacho blanco, alto, guapo y de muy buena familia, un tal Hundanganín Bombón o algo parecido, que le había propuesto hace unos días organizar un foro mundial sobre los patrocinios deportivos aplicados a la petanca en silla de ruedas. El evento costaba un pastizal (de seis millones de dólares para arriba), pero Hundanganín Bombón ya le había aclarado que él no tenía ánimo de lucro, que el dinero era lo mínimo indispensable para pagar los canapés y el zumito de naranja de los ponentes. El jefe Mondongo lo daba todo por bien empleado y se frotaba las manos: ¡por fin nuestro pueblo se iba a convertir en referencia mundial de algo gordo!

Pero el día 22, cuando ya nos veíamos ricos y aguardábamos expectantes la aparición de nuestra bolita, resulta que salió otro número y todo el dinero fue a parar a un pueblecito perdido de Huesca. Profundamente enojados y cargados de razón, fuimos a la granja de los misioneros vascos, nos los comimos en salsa verde y echamos las raspas a los cocodrilos.

Desde entonces, ya jamás jugamos a la lotería. Podemos ser subdesarrollados, pero no tontos.

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