Hubo un tiempo, créanme, en que los parlamentarios eran gentes cultas y hasta inteligentes, que cuidaban las formas e incluso se insultaban con gracia. Raras veces perdían esa pátina de educación y, cuando lanzaban dardos al bando contrario, lo hacían con ironía, sutileza y garbo. Lean, para comprobarlo, los discursos de Sagasta o –más fácil aún– recurran a los libros del gran Carandell.
Esos tiempos, queridos niños, ya se han esfumado. Las sesiones del Parlamento son tediosas y tristes, casi todos los diputados se limitan a competir en genuflexiones hacia su amo y muy pocos son capaces de utilizar con maestría la esgrima verbal; ese noble arte (ay) definitivamente perdido.
Vean, si no, la última sesión del Parlamento riojano. Ahí encontrarán ustedes a nuestro presidente espetando a un diputado de la oposición: «Usted quería ser la novia de mi hija». Una frase maligna, presuntamente graciosa, que juguetea con la posible orientación sexual del interpelado; una frase que, en pleno año 2009, resultaría ya chocante en una taberna y que debería ser inadmisible en un foro tan noble.
Y no para ahí la cosa, sino que una diputada de la grey popular, Raquel Sáenz, por hacer méritos o simplemente por ser escritora de brocha gorda, remacha en su blog la cuestión, al constatar cómo el diputado insultado «se hizo el indignado y volvió al asiento con sus aires amanerados». Unas líneas antes, doña Raquel se autoproclama demócrata, pero cabría recordarle que la democracia no se define, como mucha gente cree, por el gobierno de la mayoría o por las elecciones periódicas, sino, sobre todo, por el respeto a las minorías.