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Loco por incordiar

El poble, al final, no existía

 

Me asusta un poco unirme al coro de comentaristas de las elecciones catalanas. He leído lo que se ha ido publicando, aquí y allá, y he comprobado que el resultado, como el pan bimbo que anuncian por la tele, lo aguanta casi todo: los soberanistas dicen que ahora son más, los españolistas dicen que el soberanismo ha fracasado y los que ni fu ni fa se hacen cruces del lío tan gordo en el que se ha metido Mas por jugar a mesías. Al final, habrá que conceder que la escenografía importa: un tipo con pintas de notario de provincias o de farmacéutico aplicado no puede convertirse en Bravehart. Por su propio bien, los partidos nacionalistas de tradición moderada (léase CiU y PNV) no deberían jugar a ser rebeldes antisistema: entre el original y la copia, la gente siempre se fía más del original.

Como está ya todo dicho y cada cual se queda con lo más le interesa, quiero apuntar dos o tres cosillas que quizá no tengan demasiada importancia, pero que me apetece subrayar.

Uno. Me gustaría meterme debajo de una mesa y asistir a las primeras reuniones internas de CiU tras su victoria pírrica (pocas veces pega tan bien este hermoso adjetivo, habitualmente mal utilizado). No sé por qué, me imagino a Pujolito echar la culpa del desastre a esas brumosas acusaciones de corrupción: una estrategia comprensible, pero fácilmente desmontable. ¡En España (y en esto Cataluña no es precisamente separatista) la corrupción sale siempre gratis! El historial de corruptelas convergente es tan amplio y reconocido que una piedrecita más, todavía difusa, no tiene ninguna relevancia. E imagino también a Durán i Lleida, con la faz demudada, pidiéndole cuentas a Mas. ¡El hombre ha estado tragando quina toda la campaña, disfrazado de feroz independentista, para esto!

Dos. Durante la campaña, me ha irritado profundamente la utilización abusiva de la palabra poble. El poble para aquí, el poble para allá, el poble dice, el poble habla, la voluntad del poble… Pues resulta que, al final, el poble no existía. Cataluña, como cualquier país moderno, no es un poble monolítico que avanza militarmente en pos de un glorioso objetivo común. Eso ya solo funciona (y permiténdonos cierta hipérbole) con los clubes de fútbol. El poble catalá son, en realidad, muchos pobles: están los independentistas, claro, pero también los autonomistas y los constitucionalistas y los federalistas y a los que no les gustan las banderas. Y están, no debemos olvidarnos, los que pasan de todo. La participación ha subido, sí, pero ojo: pese a todo el ruido ambiental, a tres de cada diez catalanes, la independencia de su patria o su integración en España se la trae floja.

Tres. Cuidado con extraer conclusiones fantásticas de las manifestaciones. El único modo verdaderamente democrático para conocer la voluntad de los ciudadanos es esta vieja y aburrida historia de la urna y los votos. Las manifas sirven para quejarse, para hacerse oír, para dar guerra; pero, como reflejo de la opinión pública, dejan bastante que desear. La colosal manifestación de la Diada (y todo el frufrú mediático posterior) nos dejó la impresión de que toda Cataluña era independentista. Y luego resulta que, pese a todo este monumental jaleo, la correlación de fuerzas soberanistas/no soberanistas es casi igual que la del año 2010. El caso de ICV es extraño porque los dos grupos insisten en apuntarlos a sus filas, pero yo creo que los que son independentistas de izquierda votan a Esquerra. Los de ICV son, sobre todo, de izquierdas.

Cuatro. Yo soy ferozmente contrario a la independencia: me parece una inflamación sentimental que solo trae pobreza, paro y querellas. Pero tal vez debamos ir pensando en arbitrar en nuestra Constitución, con todo el respeto por la legalidad, un sistema para que las regiones decidan si quieren irse o no de España. Sin trampas ni preguntas retóricas: que cada cual, al depositar su voto, se coloque frente al abismo de su propia decisión. Con normas claras y sin posibilidad de repetir consulta en, al menos, varias decenas de años (no podemos estar votando cada mes a ver cuándo nos entran las ganas). Si sale que sí por una mayoría amplísima -esto no se resuelve con un 51%-, todos (catalanes y españoles) seremos infinitamente más pobres, pequeños y pueblerinos. ¡Habrá que dejar a la gente que cometa tonterías y que luego afronte el impacto de sus actos! (Lo único que me mosquea es que todos los españoles debamos sufrir sin rechistar las consecuencias de estos comehimnos, pero ni podemos estar sometidos a estas esquizofrenias cada cuatro años ni podemos mantener en la casa común a quien no quiere quedarse).

 


(*) Mas era menos. Foto de Reuters

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