A mí también me horroriza el careto de esos asesinos (Troitiño, Inés del Río) que ahora salen de la cárcel, pero sobre cuya conciencia caen manchas imposibles de lavar, aunque se tiren nueve mil años entre rejas.
A mí también me espanta el nacionalismo, incluso en sus formas más tibias, por ser una doctrina infecta, egocéntrica y autista; un pensamiento político adolescente (yo-yo-yo), que no se conforma con fomentar los idiomas propios y los bailes regionales, sino que se dedica a sembrar concienzudamente vientos que luego provocan tempestades pavorosas.
Escribo todo esto porque, sin embargo, considero excesivo el revuelo que se ha montado con la anulación de la aplicación retroactiva de la doctrina ‘Parot’. Decía Churchill que la democracia es el peor sistema de gobierno con excepción de todos los demás, quizá porque, entre sus muchas imperfecciones, a veces da la impresión de favorecer a los tipos más despreciables. Es la fachada menos bonita –pero inevitable– del imperio de la ley, que a todos los ciudadanos (desde el aristócrata más empinado al más bajo criminal) reconoce derechos y a todos exige deberes.
Los juristas saben que la aplicación retroactiva de una medida lesiva para el reo tiene muy difícil encaje en cualquier sistema constitucional, por salvaje que haya sido el reo. Y eso, solo eso, es lo que ha dictaminado el Tribunal de Estrasburgo: «La demandante (Inés del Río) ha cumplido una pena de prisión de una duración superior a la que tendría que haber cumplido según el sistema jurídico español en vigor en el momento de su condena».
Recordemos que este tribunal, al que ahora despreciamos porque nos parece casi filoetarra, es el mismo que aceptó aquella Ley de Partidos que permitió ilegalizar a Batasuna y que, a la postre, tanto ha contribuido a la derrota de ETA.