Cuando acabó la primera parte del partido contra Holanda, creí que aún era posible. No hablo de ganar el cuarto gran torneo consecutivo –algo inaudito–, sino de alcanzar unas augustas semifinales ante un rival de impacto; una bonita y amorosa playa, en fin, en la que acabar con dignidad un ciclo majestuoso.
Luego fueron cayendo los goles inexorablemente. Dos, tres, cuatro, cinco.
Como soy un optimista impenitente, todavía confiaba en una reacción ante Chile. Pero llegó el partido, pitó el árbitro y los nuestros se hundieron estrepitosamente, como un castillo de arena pisado por un abusón. Cayó un gol y luego otro.
Hay algo muy español en esta manera definitiva e inapelable de alcanzar la gloria y de derrumbarse, como si no cupiera término medio, como si uno hubiese nacido para asombrar al mundo y lo demás solo fueran mediocres ejercicios de contabilidad.
La admirable Italia, por ejemplo, gana y pierde perreando cada partido, empatando a cero con Camerún y venciendo agónicamente, quizá de penalti injusto, a Alemania.
España no. España, para ganar, tuvo que inventarse un estilo grandioso y manierista, un poético fútbol de tracería, un encaje infinto de bolillos que hipnotizaba a los rivales hasta que los despachaba con un aguijonazo sublime; España, para perder, ha tenido que esfumarse repentinamente como un sueño infantil, como si hubieran sonado las doce campanadas y el lujoso carro se hubiera convertido en calabaza.
A mí ni siquiera me apetece criticarles. Prefiero aplaudirles. Les estoy demasiado agradecido porque un día, cuando ya no creía en milagros, froté una lámpara y salieron todos ellos.