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Loco por incordiar

Niños burbuja

Cuando yo tenía diez años sabía quién era Suárez, para qué servía una Constitución, quién había sido Franco, dónde estaba Portugal y cuál era la capital de Francia. Sabía quién era el Papa y dónde vivía. Conocía a gente tan extraña como el general Jaruzelski y nombres remotos y exóticos como Brezhnev (¡vaya cejas!), Castro o Jimmy Carter me resultaban incluso familiares. Sabía que había guerras y atentados y que la gente moría y se mataba por causas que no comprendía.

Todo esto lo sabía contra mi voluntad. Si por mi hubiera sido, me habría pasado la infancia viendo dibujos animados, los payasos y Curro Jiménez. Pero solo había dos canales y en mi casa se veía el telediario («el parte», decía mi abuela) a la hora de comer. Hoy, sin embargo, me alegro. Por aquella ventana, y de un modo a veces brutal, uno iba descubriendo que en la vida había algo más que juguetes y bocadillos de chocolate. Algo turbio y triste; algo malo.

Ahora a veces me siento con mi hijo, que tiene ocho años, le corto la sucesión infinita de episodios de Bob Esponja que es capaz de tragarse y le obligo a que veamos juntos los titulares del telediario. Le intento explicar las cosas que no entiende y le confieso las cosas que yo tampoco entiendo, pero que suceden. Ni siquiera le ahorro las imágenes de niños (niños como él) muertos en Siria o en las aguas del Mediterráneo.

Algunos padres piensan que estoy cometiendo un infanticidio, pero a mí, en cambio, me parece un error convertir a nuestros hijos en niños burbuja que solo existen en un universo paralelo, lleno de princesas y gominolas, de esponjas amarillas y dinosaurios sonrientes. Tarde o temprano, todos ellos acabarán chocando contra este mundo real, tan hermoso y con frecuencia tan terrible. Quizá sea mejor que, en lugar de engañarles, les vayamos preparando.

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