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Loco por incordiar

Calimocho

Señores dueños del vino de Rioja, severos guardianes de las esencias, inquisidores varios, prepárenme ya el sambenito y vayan prendiendo la mecha de la hoguera. Lo confieso:
He bebido calimocho.

Y encima concurren terribles circunstancias agravantes: vengo de familia bodeguera, hago vino y soy de Fuenmayor. Me gusta, para colmo, el tinto clásico de Rioja, tan alejado de la dictadura parkeriana, redondo y con su toque de madera, sin aristas ni angulosidades, que se desliza por el gaznate como una caricia. He crecido entre agricultores y cosecheros. Recuerdo ahora a mi tío Seve, un verdadero alquimista, matrón de unos vinos magníficos, que, a veces, cuando llegaba el verano y el calor apretaba, le echaba un chorretón de gaseosa helada al tinto: era el único refresco que le gustaba.

Cada cosa tiene su momento. A mí, la ginebra me sabe a colonia, el whisky me remuerde y el ron me pone dolor de cabeza. Así que, las raras noches en las que salgo de copas, basculo humildemente entre cervezas y calimochos, mientras los demás se piden unos gintonics barrocos que parecen macedonias azules con cagaditas de cabra en suspensión. Y, sin embargo, el que se está cargando el vino de Rioja soy yo, que lo bebo.

Quizá debamos preguntarnos, señores inquisidores, por qué los jóvenes españoles han dejado de tomar vino. Entre todos lo hemos convertido en un arcano impenetrable, una bebida solo para iniciados, como si para disfrutarlo fuera necesario haber hecho un máster en enología, poner cara de estreñido y paseárselo sacerdotalmente por todas las papilas posibles hasta encontrarle inexplicables retrogustos a frutos del bosque o remotos aromas a regaliz. Y mientras tanto los chavales se piden una caña o consumen garrafones enteros de lambrusco, que es un vino malo pero divertido y que no exige ningún título universitario.

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