Si se cumplen las encuestas, Podemos se convertirá en la segunda fuerza política en España. No comparto el histerismo de quienes los dibujan con rabito y cuernos, pero confieso que hay algo en Iglesias que me inquieta. Quizá sea su campaña electoral: yo soy un tipo frío y defiendo una política cartesiana y sin aspavientos, así que tanto corazoncito y tanto golpecito en el pecho y tanta lagrimita me ponen un poco nervioso.
Conozco, por otra parte, gente de buen criterio que ha decidido votarles, pero cada uno lo hace por un motivo distinto y a veces incluso contrapuesto, como si en lugar de un Podemos único encontrásemos seis millones distintos de Podemos, tantos como votantes aspira a tener: el socialista, el comunista, el de la gente de abajo, el de la autodeterminación, el antieuropeísta, el europeísta, el anticapitalista, el socialdemócrata, el revolucionario radical, el reformista tibio, el que quiere dar órdenes a los jueces, el que defiende la separación de poderes…
Tal vez ese sea el gran mérito de sus dirigentes: han sabido construir un partido camaleónico, una enorme galería de espejos que a cada elector le ofrece una imagen distinta y apetecible; la imagen que está deseando contemplar. No es que Podemos no tenga ideología; es que las tiene casi todas. Nos encontramos, como sugiere su programa/catálogo, ante un partido Ikea: Iglesias suministra a cada votante tornillos y tablas variados para que cada uno se monte el mueble que quiera. Y funciona.
Pero habrá que gobernar. Y olvidada ya la ficción de los círculos, será Iglesias (él y solo él) quien determine qué Podemos triunfará. Los espejos irán haciéndose añicos y quedará uno solo; el verdadero. Me molesta no saber cuál es. Quizá ni el propio Iglesias lo sabe aún. Y yo, que profeso un ferviente agnosticismo, me resisto a confiar ciegamente en ningún mesías.