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piogarcia

Loco por incordiar

1984

El presidente Donald J. Trump se levanta a las siete de la mañana. Bosteza, se rasca los huevos, se pone las zapatillas y va tambaleándose hacia el baño. Con un poco de asco, comprueba cómo se le están cayendo las tetas. ¡Con lo buen mozo que había sido! «Quizá pueda hacer un decreto ejecutivo prohibiendo la ley de la gravedad –piensa–. Se lo diré al pánfilo de mi yerno el judío, a ver qué opina». Luego se mete en la ducha, coge el champú y se embadurna a gusto. Fantasea con la posibilidad de presentarse a la próxima edición de Miss Pelo Pantene, último hito que le queda por conquistar.

Luego se ata una toalla a la cintura y mira a Melania, que yace tendida y exangüe sobre las sábanas. Le abre la puertecilla que tiene bajo la nuca y le pone cuatro pilas de 9 voltios. Melania funciona con pilas alcalinas, pero cada vez le dura menos la energía. Cuando se pone en pie, camina hiératica y como entumecida, aunque se deja agarrar dócilmente por la entrepierna, que es lo que le gusta a Donald J. Trump, un hombre de verdad y no un maricón de esos que leen libros y piden las cosas por favor.

Después de desayunar confles y huevos revueltos, el presidente se sirve una taza de café y empieza a despachar decretos con frenesí. Los escribe él mismo. Acaba de declarar la guerra a México y somete a eficaces torturas al que pilla hablando en español. También quiere bombardear Irán, pero no sabe dónde cae y le da pereza preguntar. Prefiere llamar a Putin y contarle el último chiste guarro que corre por Washington. Lo dos se ríen a carcajadas.

Cuando cuelga, Donald J. Trump despliega un mapa de la Casa Blanca sobre la mesa del despacho oval, llama a su estado mayor, pone cara de estadista y se apresta a acometer la verdadera misión de su presidencia: «Y ahora –les apremia– cómo cojones hago yo para revestirla toda de oro».

(*) En la foto, de AFP, Donald sonríe ufano tras pulsar el botón de off de Melania.

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