Veo a Zapatero, hundido en sus reflexiones, azotado sin cuartel por el Financial Times y por el Economist y por las bolsas mundiales y por la Unión Europea y hasta por nuestro amigo Obama, y casi siento lástima.
Me lo imagino en estas larguísimas noches invernales, sentado en su despacho de La Moncloa, leyendo el Deuteronomio, tratando de encontrar una plegaria contra la crisis, llamando a la niña Leire para que le diga, con ese tonito de empollona que se sabe la lección de rechupete, que es un titán planetario y un estadista del copón, y buscando luego el teléfono de Jordi Sevilla para ciscarse en su madre y, sobre todo, para reclamarle el dinero que le pagó por esas dos tardes que no le han servido para nada.
Me lo imagino inclinado sobre su acreditada chistera, por fin exhausta, arañando el fondo para ver si le queda algún conejo: dónde están los 400 euros, dónde los 2.500 por bebé, qué fue del ‘aquí no hay crisis’, qué se hizo del ‘saldremos a la vez que los demás’… Ah, ya no hay nada. De su chistera exánime sólo brota una mínima vocecilla, casi rota de angustia, que dice ‘no somos Grecia’ y él se agarra a ese mensaje con la desesperación del condenado al que le están ardiendo todos los clavos.
Y casi, digo, siento lástima. Casi. Si no fuera porque ahora quizá se vea obligado a tomar medidas no ya impopulares sino abiertamente cabronas, que tal vez habrían sido más benévolas si hubiera agarrado el toro por los cuernos y no se hubiera gastado el dinero en chorradas cuando algunos (a los que llamaba agoreros) ya avisaban de que venían nubarrones muy serios.
Y, mientras tanto, veo a Almunia exiliado en Bruselas y pienso: qué tontos hemos sido.