Me gusta la carretera 232 porque me trae muchos recuerdos de mi país. Sus baches, sus curvas imprevistas, sus súbitos estrechamientos de calzada, sus travesías suicidas… Cada vez que tengo morriña, alquilo un Fiat Uno y me voy hasta Alfaro. Luego, si tengo un poco de suerte suerte, vuelvo.
No vean ustedes cómo la gozo detrás de los camiones, asomándome cada cinco segundos para ver si pillo un hueco libre, jugándome la vida en todas las rayas discontinuas, escuchando el estruendoso concierto de bocinas… Entonces, abro la ventanilla y respiro ese penetrante aroma a neumático quemado mientras observo una alegre sucesión de casas de labranza y puticlubs. Ahhh. Esto es vida. ¡Me recuerda tanto la carretera entre Uagadougou y Utku!
Pero ahora me entero que la gente de aquí está descontenta con esa prodigiosa infraestructura que a mí me resulta tan evocadora. También me dicen que hago el tonto yendo por la 232 porque la autopista, como todo el mundo sabe, es gratis. Confieso que eso último me mosquea: a mí me cobraron no sé cuántos euros por ir de Haro a Calahorra.
Luego me han explicado que no, que soy un poco tonto y que es verdaderamente gratis: solo se necesita sacarse una tarjeta en un banco, entrar y salir de un mismo trayecto dentro de los límites de la comunidad autónoma de La Rioja y hacerlo en un lapso de tiempo no superior a 24 horas. Quizá también haya que vestirse de frac con zapatos negros de charol o llevar el pelo cortado a cepillo o tararear en clave de sol el ‘riojano de pura cepa’ o poner cara de buena persona mientras saludas al tipo de la ventanilla, pero no estoy seguro.
El caso es que todos los partidos, en cuanto llegan las elecciones, se ponen a prometer cosas tremendas (¡vamos a liberar la autopista! ¡vamos a desdoblar la 232! ¡vamos a traer el Ave!); promesas que los candidatos no piensan cumplir porque ni siquiera pueden cumplirlas. Ni mandan en eso ni parecen influir en los que mandan en eso. Qué gente tan pintoresca.