Manda la tradición que junto a la sede de cualquier periódico se aloje un bar. Por ejemplo, el decano de la prensa regional, el más que centenario Diario LA RIOJA, ha quedado asociado en la memoria ciudadana con el emplazamiento donde todavía lo recuerdan los más veteranos logroñeses: puesto que sentó sus reales en Martínez Zaporta, puede concluirse que la barra que acogería con mayor frecuencia y cariño a sus redactores sería la del Moderno. Eduardo Gómez, perito en bares y doctor en periodismo por la universidad de la calle, lo confirma, aunque agrega: “También se iba mucho al Tigre y al Negresco”.
Para mí, sin embargo, la barra del Moderno es otra cosa: el eslabón que conducía desde la cercana Laurel hacia la Mayor, en la época en que esta última calle aún no había sido abducida por las legiones juveniles. Un semiclandestino pasadizo facilitaba el tránsito entre los dos ventrículos de este corazón tan logroñés, de modo que uno muy bien podía acceder al Moderno por la puerta central (junto al teatro, hoy multicines) y ausentarse por la que conducía hacia la Mayor, donde emergía a la altura del restaurante La Bombilla: ese mismo espacio hoy ganado para la casa mayor (al final de la barra, a mano derecha).
Pero antes de despedirse por una puerta u otra, la clientela detenía su trayecto en la alborotada barra, siempre muy rica en público de toda condición (con preeminencia del más castizo) para ingerir algunos de los vinos que en aquella época garantizaban por apenas un duro un labio ribeteado en negro, como si sus parroquianos fuéramos pioneros de la moda neogótica. Era un vinillo servido en vaso que ayudaba en la ingesta del pincho estrella: sus bocadillos de calamares, que no consigo olvidar. Reforzaban el estómago con tanta maña como el Omeoprazol y eran bastante más sabrosos. Y baratos: calculo que engullí los primeros bocatas por apenas 15 calas de la época (primeros 80), lo cual bastó para imantarme a su barra durante unos cuantos siglos más.
Su encanto, sin embargo, su singular encanto residía en que uno podía imaginar allí, refugiado en su rico maderamen, que estaba en el único café que permitía comparar a Logroño con ciudades gemelas que sí cuentan con establecimientos parecidos. El Iruña de Pamplona o el Novelty de Salamanca: veteranos abrevaderos fundados cuando se inició la civilizada costumbre de pasar el día en los cafés, alargando la hora de regresar a casa, picoteando de una tertulia a otra. El Moderno daba ese tipo: cuando estrenaron ‘La Colmena’, la novela de Cela llevada al cine por Mario Camus en 1982, pensé que así podría ser el Moderno. Mejor dicho: así debería haber sido, pero Logroño, ya se sabe… Antes que la tertulia, por aquí preferimos la ingesta a pie de barra, el tinto rápido y fulminante cuya rápida degustación nos permite lanzarnos raudos a por el bar siguiente.
Hoy, cuando regreso sobre mis pasos y me sumerjo en la hospitalidad de la familia Moracia o mientras saludo a los conocidos a quienes encuentro aquí acodados. Mientras contemplo desfilar a las nuevas promociones de logroñeses ganados para la causa a los sones de ‘Fibra de pájaro’, el himno que atruena a medianoche los fines de semana… Mientras todo eso sucede, vuelve a obrarse el milagro: me veo a mí mismo engullendo el rico bocadillo de calamares que tanto añoro. Veo también abandonando el Moderno al elenco de ‘Calle Mayor’, con Manolito Alexandre al frente en una de las más conseguidas escenas de la película. Y veo, sobre todo, la magia del tiempo detenido: lo que ocurre cuando eres de verdad moderno.
P.D. He invitado a Eduardo Gómez a que escriba unas líneas recordando aquella relación entre periodismo y hostelería, alrededor de Martínez Zaporta. Esto nos cuenta: “Cuando la redacción y los talleres de Nueva Rioja se encontraban el edificio que daba a la plaza de Martínez Zaporta 7 y a la calle Mayor, se vivía un animado entorno del que disfrutaban periodistas y empleados. A unos metros estaba el bar Negresco, donde se respiraba un gran ambiente deportivo que solucionaba algunos problemas que surgían en la sección de deportes de la redacción, que dirigía entonces Norberto Santarén. Cerca, en el inicio de Carnicerías, se encontraba el bar Victoria que también visitaban los redactores cuando hacían un receso. Enfrente de este bar estaba una magnífica tienda de comestibles de Rosi Bellido que junto a la de Bastida, que estaba justo debajo del despacho del director del periódico, solucionaban cualquier necesidad culinaria. Y frente a la entrada de los talleres, en la calle Mayor, estaba el bar Tigre, que también aprovisionaba a linotipistas y empleados cuando necesitaban apagar la sed”.