La voz emparedado ha hecho carrera en España, luego de castellanizar el original (sándwich) con bastante ingenio. Porque, en efecto, este pincho tan clásico de los bares patrios, ¿qué otra cosa es sino un bocado cuyo interior resguardan dos paredes de mullido pan de molde? Se trata, por otro lado, del bocadillo de toda la vida, aunque puesto al día con un nuevo aire anglosajón. El emparedado revisa eso de colocar embutido o queso entre pan y pan: resulta que también cabe desde una humilde hoja de lechuga a un sencillo trozo de tomate. Al mismo tiempo, resuelve de modo funcional y barato ese bocado rápido que tantas veces exige nuestro estómago.
Es obvio que el emparedado debe mucho al éxito que entre nosotros alcanzó la marca Bimbo. Su popularidad se extendió allá por los años 60, porque contaba con un factor que lo hacía preferible al pan clásico: se mantenía fresco unos cuantos días más. De modo que el sector de la hostelería tomó nota y se lanzó a experimentar, así en el resto del país como en La Rioja. Paz Villar, a quien debo la idea de esta entrada, me recordaba hace unas semanas los que ella tomaba de cría en el fenecido Danubio, lo cual me recordó el tiempo en que fuimos víctimas del debate que de mocete nos planteaban, al modo de las dos Españas, dos bares del Tontódromo: Torcuato y Cibeles. Hubo que elegir y yo me decanté por el último, que se ofrecía como era usual en dos gustos: de tomate o de lechuga.
En aquel Logroño (últimos 70/primeros 80), hubo no obstante una tercera vía, que también me mencionaba Paz Villar: los emparedados del Beti, la castiza barra de Juan XXIII . Para mí, los mejores. Aunque como reconocía arriba fui más bien adicto a Cibeles, no lo hacía tanto atraído por sus emparedados como imantado por su clientela (sector femenino). Porque cuando quería regalarme un bocado de calidad, un emparedado que no se parecía a ningún otro, recurría al Beti. Mediaba también una razón estética: en vez de partir el Bimbo en diagonal, en el Beti lo hacían longitudinalmente. Aquel rectángulo constituía la cena más habitual de los feligreses del Diana: uno salía del cine e incluso en sus peores tiempos, cuando era evidente que el bar languidecía, de su cocina seguía saliendo esa suculenta mercancía que a mí me resultaba… No sé, poco logroñesa.
Sí, el emparedado del Beti me recordaba los que probaba en la catedral del emparedado, el madrileño Rodilla, cuyas franquicias conquistan hoy múltiples rincones de la capital del Reino diversificando su oferta, cierto, pero manteniéndose fiel al producto que les dio fama. Todavía ignoro a qué se debía mi devoción por el emparedado del Beti. Toño del Río, compañero en esta casa que comparte la misma añoranza, define aquel emparedado con una palabra: “Espectacular”. A su juicio, el secreto del emparedado residía en tres elementos: unas anchoas “sensacionales”, una mayonesa “también sensacional” y, sobre todo, “que el pan, aunque de molde, era hecho en panadería”.
P.D. El emparedado hoy, me parece, está en crisis. Otros bocados más elaborados y sugestivos pueblan los bares de Logroño; apenas resiste en alguna barra que se mantiene fiel a tan popular producto, como si a nuestros hosteleros les avergonzara ofrecer algo que estuvo de moda hace demasiado tiempo, cuando era común taparlos con una servilleta o un trapo humedecidos. Yo sospecho que si alguien se animara hoy a lanzar una oferta de emparedados según las viejas leyes, aunque adaptando su formato a las nuevas exigencias del consumidor, arrasaría. Intuición que hago extensible a su derivada, los célebres vegetales a la plancha que tanto éxito cosecharon en otra época y que ahora me permiten despedirme recordando los que preparaba Ángel Martín Vítores en el México de Vara de Rey. Que tantas noches fueron mi cena.