Allá por el 2006 publiqué en Diario LA RIOJA un artículo titulado ‘Vuelve el Tontódromo’ donde elucubraba sobre la reaparición de hordas adolescentes en el paseo de las Cien Tiendas. Ignoro si la recuperación de tal enclave como paso de paloma para los púberes logroñeses ha fraguado finalmente: lo que tengo seguro es que su recuperación como cabeza de puente para el vermú dominical sigue sin cuajar. Entre otras cosas, porque el vermú en general ha dimitido. Falleció años ha en Logroño, vaya usted a saber por qué. En aquel artículo me maliciaba si habría perecido a manos de Valdezcaray: la costumbre de visitar la estación de esquí riojana y sus gemelas pirenaicas despobló de potencial clientela aquellos bares del entorno de Jorge Vigón y Juan XIII, así como al resto del sector hostelero. También admito que los nuevos usos noctámbulos que imponen regresar a casa de amanecida quita encanto a eso de despertarse al mediodía y encaminarse hacia la barra favorita, de modo que Logroño parece un desierto a la hora del aperitivo cada domingo. Excuso comentar entre semana. Una pena.
Sobre todo, si se compara con las ciudades vecinas, donde tan civilizada costumbre se mantiene. Uno alarga la hora de volver a casa a por el almuerzo, picotea allí o allá, va saltando de tertulia en tertulia y pasa revista al censo logroñés. Así sucede, según he comprobado, en las vecinas Bilbao (ciudad de gran tamaño) o Soria (menos poblada). Pero en nuestras calles… Parece un imposible, porque los domingos ni siquiera están abiertos muchos bares. Cerrados gran parte de ellos, el paseo matutino acaba en la Estación Nostalgia. Nostalgia por aquel tiempo en que uno ni siquiera podía entrar en Cibeles: lo impedía una multitud acodada en la barra y otra de similar tamaño parapetada afuera en torno a la puerta. El vecino Torcuato presentaba el mismo llenazo de no hay billetes, de modo que la masa acudía al Napoli… y más de lo mismo. El Porto Novo, parecido. El Amalis, otro tanto.
La ruta proseguía hacia la mentada Jorge Vigón con parada en Dickens (local enanísimo en la esquina con Juan XXIII que más tarde devino en bar de copas) y Wellington, como si estuviéramos en Londres. Era igualmente vano intentar tomarse un vino en Majari, por lo angosto del espacio y por el gentío que lo asaltaba. Más sencillo era ocupar un hueco en la larguísima barra del Drugstore, mi preferido de entre todos los citados, que contaba con la ventaja de pinchar música bastante decente… si Simple Minds te gustaba tan obsesivamente como a su dueño. La muchedumbre se diseminaba a la altura del Amazonas (con su coqueto reservado para ver la tele y jugar la partida) y, sobre todo, por Vivero, una barra muy chic así llamada por las piezas de marisco que ofrecía… pero que casi nadie se podía permitir.
El viaje acabó alcanzando a la aledaña avenida de Colón (Apolo, Tizona, Texas) hasta conquistar incluso la calle Villamediana, donde se emplazó la primera sede del Bodegón Andaluz: la ronda acababa por lo tanto con sabor a amontillado y aroma de aceitunas negras. Que intente alguien este próximo domingo una excursión semejante: acabará como yo, derramando una imaginaria lágrima por aquel rito desaparecido.
P.D. Me temo que desaparecida la costumbre del aperitivo, las ventas de vermú habrán declinado en consecuencia. Nada que ver con la época en que triunfaba el Martini y resto de productos de sello italiano (Campari, Cinzano: aquellas bebidas tenían nombre de ciclistas), con algún momento de auge francés: sí, también llegamos a sucumbir al Pastis y derivados. Ignorábamos entonces que La Rioja contaba con su propia contribución al célebre trago que siempre imaginamos originario de la soleada península: sí, el vermú también puede ser autóctono. Basta un recorrido por nuestros bares para confirmarlo: allí brotan los apellidos del cenicerense Pascali o del jarrero Lacuesta, en cuyo honor brindo esta entrada.