En busca del bar perfecto peregriné una vez por Logroño, tiempo ha, sin gran éxito. Por entonces ignoraba lo que luego he sabido: que ese Grial no existe. O más bien, que el bar perfecto es una suma de todos. De todos y cada uno de los bares de donde uno va rescatando algún detalle, cierta atmósfera, un determinado ambiente… No tanto la garantía de un trago o un café bien preparado, o la intuición de un servicio ágil, eficaz y discreto. No tanto la esperanza de un interior construido con buen gusto ni la promesa de emboscarse en esa zona de sombra entre la barra y los veladores donde se ejecuta cada noche algún milagro. Lo que buscamos los adictos, me parece, en los garitos de confianza es algo inaprensible, inmaterial. Un espíritu. Un fantasma. A menudo, el recuerdo de una tarde feliz, una tertulia evocadora, una sonrisa amiga, un gesto cómplice, un destello de luz.
Yo sentí que había encontrado lo que buscaba una noche de sábado, cuando caí por casualidad en Villa Iregua. Aunque por entonces ya declinaba, el chalecito (hoy, un solar abandonado: qué pena) de la carretera de Soria albergaba aún los mejores banquetes de Logroño, con aquella cocina burguesa, estilo imperio, que empezó a quedarse un poco desfasada cuando de golpe nos volvimos todos tan modernos. Eso era Villa Iregua para mí: el escenario de las mejores galas capitalinas, el gran teatro de bodas para princesas logroñesas, el perfume de su célebre cóctel de champán, un trago hoy también superado por el tiempo. Ignoraba sin embargo que a un costado del edificio se cobijaba un bar, apenas una barra breve según la recuerdo, decorada con cierto buen gusto insólito por estos lares.
Allí me llevó el azar y allí me dejé conducir unas cuantas noches más. El ambiente era peculiar, por lo veterano de la clientela. Público eminentemente masculino, agolpado en improvisadas tertulias bien provistas del humo de los cigarrillos y los habanos, también adecuadamente regadas. En un espacio no demasiado amplio cabía sin embargo de todo, medio Logroño, porque yo me las arreglé para procurarme un sitio con visión panorámica y, como el héroe de Dickens, dedicarme a mi pasatiempo favorito: convertirme por un rato en “humilde observador de la naturalaza humana”. En invierno, que fue cuando yo lo frecuenté, la función se iniciaba a esa hora confusa que los cronistas deportivos denominan tarde/noche. Los parroquianos más conspicuos se hacían fuertes alrededor de la barra y en una mesita aledaña alguna pareja entrada en años consumía un cigarrillo con la misma desgana con que atacaba la copa. En las chácharas vecinas parecía ventilarse algún negocio de postín, habida cuenta de que en él participaban esos caballeros que (benditos sean) a esa hora todavía vestían de traje. Al otro lado de la barra, un barman eficaz y taciturno iba a lo suyo, sin alardes, con esa eficacia de profesional antiguo que ya se ha glosado antes en este blog y que parece destinada a desaparecer de nuestros bares de confianza.
En fin, tal vez aquel bar no era para tanto y como tantos otros lo tengo idealizado. Tal vez sólo sucede que aquel tiempo en que clientela y camareros gastaban terno y corbata ya ha desaparecido. También han perdido su sentido bares como aquel, recoleto y noctívago, que atrapaba toda su esencia cuando se ponía el sol y ejercía de (posible) decorado como para una (imposible) peli de cine negro, con su breve aparcamiento de gravilla y esos tragos solitarios, que así lo parecían aunque se tomaran en grupo. De modo que hoy, cuando atravieso la carretera de Soria y veo anidar el polvo en la parcela que fue de Villa Iregua, pienso en su clientela fantasma, huérfana desde la demolición del chalecito. Huérfano Logroño también de un bar como aquel, tan idóneo para la confidencia.
P.D. Justo cuando la semana pasada empezaba a escribir estas líneas, tropecé con un artículo de Eduardo Gómez que despedía al gran Mere, camarero que fue de Villa Iregua. Os dejo el enlace de larioja.com, muy recomendable (http://www.larioja.com/v/20130108/rioja-logrono/adios-clasico-logrones-20130108.html)