Dicen que la modernidad acabó con ciertos hábitos hosteleros pero en esta regresión al pasado en que nos movemos veo posible que vuelvan también los tiempos en que armados con sus tarteras los logroñeses tomaban asiento en las bodeguillas repartidas por la ciudad, reclamaban el vino que allí se expendía y merendaban con los amigos. También existía otra alternativa: hacerlo solitos. Yo solía ver a algún cliente de estos castizos establecimientos acudir en soledad a un rincón de las mesas corridas y dar cuenta de su bocado con un triste porrón por toda compañía. Eran años en blanco y negro o es que yo los recuerdo sombríos, aunque barnizados por el paso del tiempo. Lo que predomina mientras miro por el retrovisor es una cierta nostalgia: me parece que si supiéramos poner al día el encanto de aquellas bodeguillas donde mi generación todavía acertó a pasar algún buen rato sería posible reivindicarlas como una alternativa de la hostelería más popular. Sobre todo, porque en esta era de la globalización corremos el riesgo de que todos los bares nos parezcan iguales.
Eso es algo que desde luego no sucede hoy cuando el cliente se detiene en las puertas de las que aún resisten. Hablo de Vinos Néstor, que sienta sus reales en la calle Ingeniero Lacierva; hablo del bar Gil, ubicado en República Argentina, enfrente de otra de sus hermanas, Vinos Murillo. Hablo de Neira en Milicias o de La Rioja en Labradores, mi favorita para los sábados por la noche antes de cada incursión en la Zona. Y hablo, sobre todo, de las bodegas ya perdidas, representadas para mí en un trío que juzgo imbatible. La primera, el antiguo Soldado de Tudelilla, cuya sede se emplazaba en plena calle Laurel. La recuerdo enorme, con una zona de merendero que daba (como ocurre con otros bares allí ubicados) a la calle Bretón; encajonados en sus cubículos, sus clientes atacábamos el porrón de tinto, que solía venir escoltado por dos tapas que todavía se sirven en el actual bar de San Agustín: el plato de aceitunas con anchoas (rociadas con un chorrito de vinagre) y las célebres sardinas con guindilla. Aunque lo usual era, sin embargo, que la clientela acudiera con su propia comida, fenómeno que también ocurría en la siguiente bodeguita que quiero rescatar del olvido.
Alojada en la travesía de Santiago (a mano derecha según se entraba desde la calle Mayor), la bodeguita Montiel (cuya estrella era el hígado empanado, según me informa Eduardo Gómez) aguantó como pocas de sus compañeras de quinta, pero finalmente también sucumbió. Yo la conocí en su otoño, cuando esa calle era una ruta alternativa para el público más joven, porque la ruta acababa ya cerca de Santiago en el famoso Tifus ya mencionado en otra entrada. En Montiel uno topaba con los últimos abuelos que mantenían la costumbre de llevarse la merienda desde casa y despacharla entre tragos de cosechero.
Acaba el viaje. La tercera pata de este triunvirato se alojaba en avenida de España. Me lo recuerda Pablo García Mancha, quien sigue sin olvidar el encanto de aquel bar, llamado precisamente La Bodeguina, una barra subterránea donde era habitual ver a un grupo de contertulios jugando a las cartas o almorzando mientras aguardaban a que alguien les contratara para acarrear mercancías en La Alhóndiga vecina. Yo topé con este singular garito, al que había que descender por unas escalerillas puesto que estaba por debajo del nivel de la calle, ya de veinteañero, cuando tomé conciencia de lo raro de este tipo de establecimientos y me permití ingresar en ellos para conocer a la curiosa fauna que allí se reunía. En busca tal vez de la esencia del Logroño que por entonces moría y que cualquier día resucita.
P.D. Todas estas bodeguitas tienen su correlato fuera de las fronteras riojanas: quien repase el nomenclátor de ciudades vecinas (norteñas, sobre todo) comprobará que allí resisten todavía, casi todas presididas por el mismo nombre con algunas variantes: Bodega El Riojano, Vinos El Riojano… Fueron las embajadas desplegadas para diseminar por toda España la buena nueva en forma de vino, así que quienes las abrieron ejercieron también un poco como misioneros, porque propagaron la fe en el Rioja en los años en que esta tarea exigía mayor esfuerzo. Sirva por lo tanto esta entrada como homenaje a todos ellos, esos riojanos que durante el siglo XX derrocharon espíritu de sacrificio defendiendo aquellas embajadas con denominación de origen.