Lo siento. Quien busque en esta entrada satisfacer su lado más… hum, sicalíptico, que abandone. Reitero mis disculpas: acepto que titular como he titulado estas líneas estimule la imaginación de algún improbable lector, pero tranquilos. Al margen de sus actuales actividades, ese chalecito enclavado a la entrada de Recajo será siempre para mí el escenario del vermú dominical en plan familia Alcántara. Años 70, primer 600 (la Tomasa, se llamaba: entonces los coches tenían nombre, como uno más de la familia) y aperitivo con aroma a gasolina: eso es para mí Los Tres Marqueses.
Unos cuantos logroñeses compartirán conmigo aquella experiencia. El edificio se alzaba como una venturosa promesa de ocio hostelero que para la grey infantil tenía forma de columpios, por aquella época, ave exótica para nuestros juegos. Eran tan escasos los que habían diseminados por Logroño y alrededores que frecuentar establecimientos como aquel representaba (supongo) lo mismo que para los críos de ahora viajar a Port Aventura. Nosotros no teníamos que ir tan lejos: mientras los progenitores le pegaban al Martini, al Bitter Kas o al trago de moda (incluido el Cynar, bebedizo extraído de ¡la alcachofa!), los renacuajos correteaban por alrededor sin miedo a que uno de los camiones que atronaban por la N-232 se nos llevara por delante. La infancia no estaba como se ve tan protegida. Aquella excursión representaba el colmo del dispendio familiar, porque había otra alternativa más comedida por la misma carretera: la Pepa, estupenda atalaya de entrada a la ciudad donde disfrutábamos de una experiencia similar, bien es cierto que los columpios eran menos atractivos. Entre la Pepa y Los Tres Marqueses, y siempre porl a vieja carretera de Zaragoza, se alzaba otra opción: un descampado en un breve bosquecillo, a pie de carretera, donde detenerse para sacar el balón del coche, darle un par de puntapiés y aguardar a que despachara su mercancía un vendedor de sandías y melones que allí se aposentaba.
Punto final. La escapada no iba muy lejos, como se deduce de estas líneas. Otra alternativa, que ha perdurado más, se situaba al sur de Logroño: un viaje alrededor del vermú dominical (y otros refrigerios) por la carretera de Soria, que se iniciaba en Villa Iregua, barra que mereció una entrada días atrás en este blog. No nos detendremos ahí por lo tanto. Nos limitaremos a tomar Villa Iregua como el primer eslabón (aunque todavía urbano, más o menos) de una cadena que conducía hacia el sur de Logroño por la ruta de los bares de carretera. Un poco más allá se alojó el hoy clausurado Garden Luz, negocio que yo siempre he pensado potencialmente como el colmo de la rentabilidad, habida cuenta el elevado número de población que por allí habita, a medias entre Logroño y Lardero. Pero el caso es que cerró y cerrado sigue, de modo que tampoco aquí nos pararemos.
Nos vamos un poco más lejos, hasta el larderano Barros y después a La Tapiada, ya en Albelda, y terminamos esta excursión en otro garito también difunto, en su caso engullido por la rotonda que da acceso a Nalda: el fenecido Joto. Se trata, lo admito, de un viaje de otro tiempo: las (bienaventuradas) campañas contra el alcohol al volante acabaron con aquella moda de los aperitivos (y similares) de carretera. Pero no pudieron con La Pepa, que parece incombustible, capaz incluso de superar la tenebrosa vecindad del cementerio de Varea que a otros garitos hubiera arredrado. Y tampoco pudieron con Los Tres Marqueses, que ahí sigue tan pichi.
Pero esa es otra historia.
P. D. Otra alternativa para ese viaje en pos del aperitivo nuestro de cada domingo consistía en peregrinar a la vecina Oyón, aunque el escenario de la ingesta de vermú no era exactamente un bar de carretera, sino el emblemático Las Losas, que cumplía las mismas exigencias que los arriba citados porque se enclavaba no tanto en la trama urbana del municipio alavés sino a su entrada, a pie de asfalto. Yo recuerdo llenos dominicales de no hay billetes a su entrada; sin embargo, no hace mucho lo visité y topé con una barra moribunda. Poco después falleció y creo que sigue sin resucitar. Su dueño resultó ser un tipo de lo más peculiar, amable en grado sumo y un punto excéntrico. Atendía a su clientela mientras se ocupaba también de un ave encerrada en una jaula enorme, no tan enorme sin embargo como el mastodóntico magnetófono prediluviano que de repente puso en marcha para (sorpresa, sorpresa) regalarnos ¡¡¡unas cuantas piezas de ópera!!! Así dejé Las Losas: mientras sonaban los toreadores de Carmen. Una de mis experiencias hosteleras más marcianas. Lo cual, en mi caso, es mucho decir.