Como había advertido cuando inicié este blog, alguna vez teníamos que irnos de excursión. Ya habíamos hecho algún viajecito a las afueras de Logroño, pero lo que propongo hoy es un desplazamiento en toda regla: nos vamos a Cenicero. El destino elegido es pertinente: quitando la capital de La Rioja, se trata del segundo municipio de la región cuyos bares más he frecuentado. Empezando por uno ya clausurado, aunque mantiene la hermosa rotulación que le distinguía: el Gallo de Oro.
Traspasé sus puertas hace un millón de años, convocado en su seno por una noticia aparecida en Diario LA RIOJA. La firmaba Eduardo Gómez, quien desvelaba a sus lectores que allí radicaba el bar más barato de La Rioja. No mentía: esa misma tarde comprobamos que, en efecto, una copa de anís y una rosquilla costaban lo que prometía Eduardo: 7 pesetas de los primeros años 80. Repito: 7 pesetas. Para los finolis, 0,04 euros. Así que a una hora inusual, la hora típica de la ronda de vinos, esa noche la cogimos de anís. Con gran éxito. Desde entonces, aquel bar, ocupado por una venerable clientela que ignoraba a santo de qué venía nuestra sorprendente visita, tiene un lugar en mi corazón. Y siempre que me doy una vuelta por allí y lo veo resistiendo aunque cerrado, en el recoleto espacio que le aloja, atrincherado tras los soportales, pienso lo mismo que cuando tropiezo con el Pachuca logroñés: qué pena que siga cerrado.
Desde aquella primera expedición, el Gallo de Oro no es el único bar de Cenicero que me fue conquistando. La ruta habitual podía continuar en el Marqués, Meri, City Sky, Juanan… La mayor parte, muy ricos en decibelios y entregados por lo general a la causa jevi, una iconografía que se rompía por completo a la altura del Joymi, decorado como si el tiempo se hubiera detenido en años 70 y atendido por unas encantadoras damas. Porque ahí radica el imbatible atractivo de los bares de Cenicero, que son como sus gentes: difícil encontrar otras más simpáticas ni con más salero. De modo que el buen humor y la hospitalidad estaban aseguradas en cada una de nuestras incursiones, que solían incluir el Baja Baja (subterráneo, como su nombre indica), alguna vez amagaron con ingresar en el Casino y finalmente desembocaban en el Verde Manzana, local que también disponía de un espacio bajo el nivel de la calle para el momento bailable.
Dejo sin embargo para el final lo mejor. Porque lo mejor para mí en cada expedición por los bares de Cenicero ocurría cuando la ronda paraba en El Puerto, cuyo encanto residía en… La verdad es que no lo sé, pero lo tenía. Un encanto mayúsculo. Para empezar, por su inigualable terraza, encajonada bajo el porche que recibía al visitante a mano derecha y le guiaba luego a la barra situada enfrente, una hermosa barra, decorada con motivos taurinos, desde donde se expedía a los veladores las vituallas a través de un gracioso ventanuco.
Con estas líneas intento compartir mi emoción por aquel local desaparecido pero no sé si lo consigo. Como ya tengo escrito, esto de los bares es una experiencia difícilmente compartible: para que uno se encuentre en un bar mejor que en casa se necesita algo etéreo, mágico, inefable. Complicado de explicar, casi imposible. Ese bar ideal tiene que reunir cierta inaprensible suma de talentos: camareros dotados por el don de la profesionalidad, unos parroquianos con quien uno siente que puede confraternizar aunque los acabe de conocer, una atmósfera propia… Bares con identidad. Con una personalidad innegociable: uno entra en ellos y sabe de pronto que ÉSE es su sitio.
Todas estas virtudes adornaban a El Puerto, otro más en la larga nómina de bares difuntos por quienes derramo una imaginaria lágrima de vez en cuando. Sus dueños, al menos, lo conservan tal cual lo recuerdo: Justo Rodríguez lo retrató como vemos en una reciente visita a Cenicero gracias a la amabilidad de su propietario, Julio Ezquerro, Santa Daría le bendiga. Observo la foto: tengo la sensación de que mientras se disparaba la cámara, se disparaba también una oleada de nostalgia. El Puerto, El Gallo de Oro, Cenicero: qué días los de aquellas noches.
P.D. Uno de los alicientes añadidos a cualquier ronda por Cenicero tenía que ver con la singular oferta de alcoholes que acredita: sus famosos vinos, quién lo duda, pero también su más desconocida bebida autóctona, el tirolés. ¿Qué es el tirolés? Bueno, el que lo haya probado ya lo sabe: un peligro. Y hecha esta advertencia, quienes quieran saborear tan sugerente pócima que en exageradas dosis depara inolvidables resacas (de las que exigen una bolsa de agua en la cabeza), deberán saber lo que sabe cualquier cenicerense: que el tirolés es un vermú. Nada más, pero nada menos. En algún bar recuerdo haberlo visto servir mezclado con moscatel: ése sí que era un cóctel batido y agitado. Muy agitado.