Otra recuperación: aquí os dejo un artículo que publique el 21 de diciembre del 2008 y que me permite pasear de nuevo por una calle que siento muy próxima, San Agustín. Hay que tener por lo tanto en cuenta esa fecha de publicación para entender algún anacronismo: la calle estaba entonces en plena resurrección y hoy sigue por ese camino, el santo le asista. Ahí va el artículo, que se titulaba ‘Santo, santo’ porque también se ocupaba de otro miembro de nuestro nomenclátor: la calle dedicada a San Antón.
“Cuando pienso en la calle San Agustín, lo primero que me asalta a la memoria es la panadería Tudanca, sus sabrosos palitos de pan, sus barras tan bien horneadas (preferiblemente sobadas). Sí, ya sé que la calle goza hoy de gran prestigio en el sector de la hostelería (merecido) y que ofrece cada poco tiempo motivos para la diversión con el estrafalario teatrillo montado a costa del Museo y de Correos. Pero lo siento: cuando ingreso por Gallarza y dejo atrás la esquina donde para mí siempre estará San Bernabé, insigne negocio del ramo textil, sólo sé que me sigue oliendo a pan, incluso ahora que el horno de los Tudanca se mudó de calle. También sigo viendo (otro prodigio) las cajitas donde Ursicino Espinosa ofrecía los pacharanes para quienes destilaban el licor en casa y hasta escucho cantar de viva voz la antigua carta de Las Cubanas, curioso restaurante donde no servían café pero prometían otras golosinas: «Tenemos unas natillas que casi son pecado».
El viaje por la memoria se detiene a la altura del Museo, o lo que quede de él: ese edificio de fachada oscura cuya desvencijada tarima soportó tantas pisadas pero no ha podido con los últimos embates sufridos, mezcla de desidia burocrática y oportunismo político (con su pizquita de desinterés público). Su destartalada historia reciente convierte esta plaza en una suerte de agujero negro de la ciudad, un sumidero que también atrapa al vecino edificio de Correos, víctima de parecidos males. Hacia esa altura, la calle San Agustín parece amputada, como si la plaza se hubiera convertido en un muñón por donde no circulase la sangre ciudadana y el peatón incluso evitara cruzar por estas baldosas. Pero es un espejismo: en cuanto el paseante salva la ampliación del Museo (que se comió por cierto aquel hermoso jardín romántico donde se almacenaban las piedras heráldicas y triunfaban los gatos), brota de nuevo el espíritu jovial de esta calle que puede servir de modelo a quienes de verdad crean que otro Casco Antiguo es posible. Tiene el santo de cara, al revés que San Antón, otra de tantas entradas en el nomenclátor logroñés bendecidas por algún patrón: en su caso, el protector de los animales.
Los comerciantes dirigen estos días al santo sus plegarias en busca de reparación: se sienten huérfanos de la ayuda municipal, que procura en otros rincones luz navideña para amenizar las compras. Viendo sin embargo la horterada en forma de bombillas que a uno le asalta en cada esquina no acierto a comprender que tan céntrica arteria quiera verse afeada por esas alegorías tan rancias. De antiguo ignoro qué relación puede existir entre el superávit de iluminación y la invitación a la compra compulsiva, pero haberla, hayla: cómo explicar de lo contrario este derroche de watios que se dispara por Occidente entero en vísperas de Nochebuena. Con más o menos luz, para mí San Antón seguirá siendo lo que ha sido desde que la frecuentaba cuando aquí se levantaban el cine Sahor y la tienda de Santos Zapata: la calle central de mis compras navideñas.
Yo resisto. Ignoraré en la posible la tentación de disfrutar de la calefacción en los malls de la periferia y mantendré la costumbre de visitar a los tenderos de confianza, aunque sea a costa de seguir contemplando ese espanto de la vecina Gran Vía, tan horrenda desde su reforma, víctima de tantos atropellos urbanísticos habidos y por haber: ojo al mamotreto que ya se anuncia y que llaman ludoteca”.
P. D. Como decía al principio, San Agustín es un acabado ejemplo de cómo recuperar como espacio público una calle que hace no tanto apenas frecuentaban los más castizos y/o el alumnado del extinto COU Valvanera. Las aperturas se suceden, los bares de siempre aceptan la cirugía (salvo El Soldado de Tudelilla, que nunca debería permitir que entrara allí el bisturí) y, en conjunto, ofrece una imagen renovada de la ciudad… que mejoraría bastante si en la presente glaciación acaban las obras del Museo y alguna vez pasa algo con Correos. De momento, ya han retirado los andamios. Algo es algo: eso que ganamos los paseantes.