Mis disculpas. En una de mis primeras entradas me apresuré a certificar la defunción del aperitivo dominical y ahora compruebo que no: que me precipité. Lo que había desaparecido era en realidad su versión masiva, aquellos vermús multitudinarios cuyo recuerdo comprobé que compartía al menos un par de generaciones de logroñeses. Recientes exploraciones me permiten concluir que tan civilizada costumbre se mantiene hoy en algún rincón de nuestra ciudad. Por no hablar de la provincia: el vermú en cualquier municipio riojano conserva incluso su añejo aire religioso, que exige una feligresía ávida de su ingesta, como si fuera el mandamiento número once.
En Logroño se impone sin embargo ir por partes, como le gustaba al amigo Jack. El puro centro sigue siendo un desierto, excepción hecha del entorno de avenida de Portugal, muy frecuentado por reputados (con perdón) miembros de esta casa que nos aloja y dotado de mayor atractivo en cuanto reabra el Malasaña según manda la tradición de los camareros fotógrafos. Me consta porque exploré esa ruta personalmente que alrededor de República Argentina se forma un ambiente con bastante bullicio, porque incluye los legendarios tigres del Cinco Pesos y porque se nutre de las huestes diseminadas por Menéndez Pelayo, Huesca y Somosierra, incluido el bar del parque Gallarza. Precisamente en esta ruta dominical tropecé con una emocionante reaparición: la del ‘pachuquito’, tapa incluida dentro de la primera entrada de este blog. Un gentil corresponsal me había advertido de que en un establecimiento de Menéndez Pelayo, defendida su barra por un antiguo camarero del difunto Pachuca de Marqués de Vallejo, se despachaba todavía aquel glorioso pincho (huevo cocido rebozado con jamón y queso) y allí acudí a comprobarlo: en efecto, como atestigua la foto, ante mis ojos brotó el misterioso bocado, que me zampé con gran placer. Como si fuera la magdalena de Proust. Por cierto, el bar (y los bares vecinos) estaba lleno. Y por cierto: como el bar se llama Pelayo, su dueño tuvo la humorada de rebautizarlo ante mí como ‘pelayito’.
Por el contrario continúa vacío el otrora glorioso ‘tontódromo’ y continúa por razones que tienen que ver más con la sociología que con la hostelería: Logroño, ay, no es lo que era. Ha mudado su piel, vaya usted a saber si para mejorar. Me lo alertaba en este blog Paz Villar: el domingo nos pilla ahora alertagados, poco dispuestos a otra cosa que no sea pasear al perro, ir a por el pan y el periódico y volver a casa. Los más intrépidos honran esa institución tan riojana llamada segunda residencia y pare usted de contar porque ya me salen las cuentas: sólo se animan al aperitivo los más adictos de entre nosotros, solo los más comodones, aquellos que se apuntan a la ronda a cambio de que les caiga cerca de casa. De hecho, hay quien sale a tomar el vermú en chándal, hábito que aprovechamos a denunciar desde este púlpito: si se toma en chándal, eso ni es vermú ni es nada.
P.D. Gracias a un artículo en elpais de Mikel Iturriaga y Mónica Escudero, me acabo de enterar de unos cuantos secretos en torno al vermú. Una palabra de origen alemán (y yo que pensaba que venía de Italia, como el Martini) que distingue a una bebida con raíces en la Grecia clásica, introducida en España en el siglo XIX, cuya notoriedad social es todavía más reciente: tengo para mí que su repercusión se alcanza en la época el desarrollismo, vinculada a una emergente clase media que ya se podía permitir algún lujo (véase la familia Alcántara). Y con el vermú llegó la moda de incorporar una tapa para el aperitivo: así nacieron la bomba de la Cova Fumada barcelonesa, las bravas así bautizadas en Casa Pellizco de Madrid o mi favorita: la entrañable gilda, alumbrada en Casa Vallés de San Sebastián.