En 1993 colaboré en un libro de la Federación Riojana de Pelota, que conmemoraba sus primeros 50 años, por invitación de Carlos Muntión. Le envié este artículo que recupero aquí, que tiene que ver con la pelota como Moby Dick con la caza de ballenas: es decir, que es la excusa. En realidad, hablaba de un bar. El de las piscinas de Cantabria. Se titulaba ‘Échale la culpa a Emiliano’.
Emiliano tuvo la culpa. Cada mañana de domingo, cada tarde de verano, un puñado de curiosos tomaba al asalto el emparrado el banco corrido alineado contra la pared continua al rebote. Era la misma pared de donde nacía la puerta trasera del bar de Cantabria. Periódicamente, de ella emergía Emiliano con algún porrón de vino con gaseosa que alimentara la afición pelotazale -entonces se decía así- de quienes allí se asentaban, más atraídos por la promesa de algún sólido almuerzo o alguna edificante merienda que por la posibilidad de que algo sucediera en el frontón propiamente dicho. Con el tiempo, todos acabamos girando la vista hacia los pelotaris. Alguno de ellos también se sumaba al convite cuando aparecía Emiliano desde el bar con el porrón y dejaba en suspenso su participación en aquellas interminables disputas a pala con pelota de goma, especialidad -luego lo supimos- menor en el universo de la pelota.
Pero nunca se nos ocurrió que la diversión pudiera graduarse a quienes nos concentrábamos allí, especialmente cuando caía la tarde de cualquier verano, convocados a menudo por el campeonato que organizaba a sociedad. Dividido en primera y segunda categoría, el torneo trasladaba la atención de los socios a cuanto sucedía en aquel territorio que limitaba al sur con el frontón ‘de mujeres’, al norte con el bar, con un pintoresco emparrado al final del ancho y el frontis paralelo a la piscina ‘mixta’. Porque aquel era aún el tiempo en que las piscinas y hasta los frontones tenían sexo. El ‘de hombres’ tenía incluso arrendatarios: bastaba con apuntarse en la pizarra que alguien custodiaba en el vestuario para que durante una hora el disfrute del frontón se concediese a éste o a aquel agraciado, suceso que acostumbraba a marginar a los aficionados más jóvenes, en beneficio de sexagenarios pelotaris -recuerdo hoy a un tal Cundín- que copaban toda la pizarra -y con ella, el frontón- desde temprana hora.
Afortunadamente, no era, sin embargo, la única posibilidad con que contaba la chiquillería de entonces. También se encontraba a su disposición el frontón ‘de mujeres’, escenariomonopolizado en horario matutino por un rosario de pintorescas aficionadas, una suerte de Lily Alvarez de la pelota a pala. En horario vespertino, el mismo frontón se rendía al ‘primi’, colectivista juego que entusiasmaba a los más pequeños y fomentaba la unión entre sexos que esa curiosa división de frontones y piscinas negaba.
Existía aún otra opción. Se trataba de acceder al frontón ‘de hombres’ en las desdichadas horas que seguían a la comida. Era entonces un recinto inhóspito, abatido por un sol inclemente, donde nadie osaba asomarse pala en ristre. Quien se arriesgara a una insolación tenía en aquellas horas el refugio perfecto para golpear mil veces la pelota contra el frontis sin que nadie le molestara. Aquella era la hora de Juan Pablo y Daniel. Aliados con algún otro infeliz explorador, los hermanos García Jiménez disfrutaban de la exclusiva del frontón. Pronto comprobamos que en la cancha se comportaban igual que fuera: Juan Pablo, pelotari silente y sutil, andaba por el frontón con la misma naturalidad que su hermano Daniel, más explosivo y temperamental. Una característica les unía: cuando creíamos que aquel era un deporte de mancos, los hermanos nos recordaron que se puede golpear la pelota indistintamente con la diestra y la siniestra. Por el contrario, los ídolos de aquel tiempo apenas acertaban a empalar con su mano buena y hasta había quien incorporaba desde el tenis la funesta costumbre de golpear al revés.
No era el caso de nuestros Daniel y Juan Pablo. Cuando ni el oro olímpico ni la Copa del Rey ni los Campeonatos del Mundo podían siquiera asomarse a su imaginación, ya se ejercitaban en el noble oficio de enviar pelotazos al rebote con ambas manos. Como decía Daniel, “lo bueno de la pelota es que siempre tendrás los dos brazos igual de fuertes”. Juan Pablo añadía a su capacidad como pelotari un aplaudido virtuosismo para recuperar las pelotas que morían en la red de rejilla que coronaba el frontón. Los García Jiménez coincidían también en su habilidad para aprovechar cada momento en que quedase vacante el frontón y colocarse allá con sus palas. Cualquier excusa era válida: desde el intervalo que mediaba entre el arriendo de frontón de hora en hora, hasta esos minutos que los pelotaris perdían en prepararse o los ratos en que, con la pelota calada, los jugadores marchaban de excursión en su búsqueda. Daniel y Juan Pablo, que rondaban por el frontón pala al hombro, avanzaban en su aprendizaje en esos momentos de vacío pelotazale que llevaban al paroxismo cuando veían que el recinto se adjudicaba a lamentables pelotaris, incapaces de enviar la pelota más allá del cuadro cinco. En estas ocasiones, los hermanos se apoderaban del rebote y jugaban allí seguros de que los verdaderos ocupantes del frontón nunca les molestarían. Al revés, a los arrendatarios sí les molestaba esta insolencia adolescente, pero todos sus argumentos para mover de su territorio a los dos mozos se estrellaban contra la certeza de que el frontón, en justicia, debía ser para el mejor. Y los mejores eran Daniel y Juan Pablo.
Porque todos los que nos protegíamos del sol bajo el emparrado, junto al ancho, sabíamos ya -quizá lo supimos siempre- que asistíamos a la forja de dos campeones. Aunque los ídolos de entonces fuesen Pitín con su muñeca prodigiosa, Jorcano -que vivía a media pensión en el rebote- Sacristán y su ’meyba” color salmón o el propio padre de las criaturas, Daniel García Villanueva, que entendía el frontón como una continuación de la medicina. Aunque el ídolo de entonces fuese el gran Quemada, todos nos empezamos a rendir a la evidencia en cuanto a los pequeños hermanos, tras algún exitoso coqueteo con el tenis vía materna, se hicieron fuertes en el frontón. Con aquellas pelotitas negras -las de punto rojo eran las mejores- y aquellas palas hoy pasadas de moda, Daniel y Juan Pablo galvanizaron la pelota en Cantabria en un curioso proceso de retroalimentación: mientras ellos creaban afición, la afición creaba dos campeones de quienes enorgullecerse.
Por eso no olvidamos que en aquel destartalado frontón que, incluso tenía sexo, nació una pareja para la gloria. Y tampoco olvidamos que buena parte de la culpa la tuvo Emiliano, el dueño del bar.
P.D. Sobre Cantabria y sus piscinas escribieron al alimón Bernardo Sánchez y José Ignacio Foronda en un libro titulado ‘La ciudad en el ombligo’. (Logroño, 2004). Es un volumen editado por Pepitas de Calabaza que os recomiendo. Creo que su artículo llevaba el hermoso título de ‘Sociedad recreativa’.