El Suizo es ese café con nombre de bollo, un bar que comparte su denominación con la golosina homónima, desplegada por toda España, La Rioja incluida. En efecto, Logroño tuvo su Café Suizo, ya desaparecido, aunque muy presente en la memoria de sus ciudadanos más longevos. Se alzaba en la calle que hoy conocemos como avenida de La Rioja, en pleno Espolón, y ejercía según parece como imán vecinal, una de esas barras que pronto se convierten en referencia, sobre todo porque entonces escaseaban: así sucedía a principios del siglo XX, cuando el Suizo se ofrecía como el faro que iluminara el ocio logroñés, entonces una conquista todavía reciente.
En efecto, a todos los cafés suizos que se diseminaron por el solar patrio se debe la entronización no sólo del café, sino de la tertulia que surgía de modo natural, ese Parlamento oficioso que tanta literatura generó hasta hace no tanto. Lo cuenta el prestigioso historiador Antonio Bonet Correa en su imprescindible volumen ‘Los cafés históricos’, donde señala el año de 1881 como fecha fundacional de estos cafés, cuyo nacimiento sitúa en Bilbao. De ahí se fueron expandiendo por Madrid, Pamplona, Sevilla, Granada… Nada menos que 53 establecimientos de estirpe helvética llegó a alojar el suelo español, tres de ellos en La Rioja que uno sepa: el citado de Logroño, el también desaparecido (ay) de Santo Domingo y el que motiva estas líneas: el Café Suizo de Haro, hermoso ejemplo de esta tipología que tanto encanto procura a las ciudades que aún los acogen y se resisten a derribarlos.
¿De dónde nace su atractivo? La respuesta es sencilla: de que sirven como testimonio de un tiempo que ya cesó. Por lo general se ubican en edificios de arraigado sabor y estilizada arquitectura fin de siglo, en el corazón de las localidades que los albergan. Despliegan una teoría de veladores así en la terraza exterior como en su interior: la primera, paso de paloma obligado para enterarse de por dónde discurre la vida ciudadana; la segunda, escenario de improvisadas tertulias bien regadas, donde un día descolló el vate local, velaron sus primeras armas los aspirantes a escritor o ejerció como virrey el literato de guardia. Si hoy refresco el recuerdo de estos cafés suizos es porque fui adicto al de Santo Domingo y todavía hoy aguardo el milagro de que reabran sus puertas cada vez que enfilo El Espolón calceatense. Y soy igualmente adicto al de Haro, que visito cada vez que asomo por la plaza de la Paz, que hoy imagino rebosante de la curiosidad de indígenas y forasteros por la flamante exposición La Rioja Tierra Abierta.
Así que allá va este consejo: si acude algún improbable lector uno de estos días por Haro para deleitarse con la recién inaugurada muestra y quiere conocer de primera mano un destilado de la escencia local, déjese caer por el Suizo. Tiene los escenarios de la exposición a un paso, a mano también La Herradura y el horno de Terete; la estupenda vista de su arquitectura de los siglos XIX y XX merece también un paseo, que puede concluir en La Florida. Puede elegir igualmente entre las bodegas de todas las épocas para echarles un pormenorizado vistazo. Pero, sobre todo, merece la pena deleitarse con ese aroma de otra época, con la sensación de que visitamos uno de esos bares destinados pronto a ser barridos por la modernidad mal entendida, le confiere un aire especial a la visita. Y de paso uno se reconcilia con el oficio de camarero, que en estas paredes se desarrolla con gentileza y profesionalidad.
P.D. Cita Antonio Bonet en el libro citado cómo el invento del café suizo se debe a dos viajeros que, procedentes del país alpino, arribaron un día de 1881 a Bilbao y mientras esperaban el velero que les llevara hasta América se vieron sorprendidos por la costumbre de que los mocetes que paseaban por el Arenal de la mano de sus niñeras: cada tarde su merienda consistía en pan con chocolate. Así que Matossi y Franconi, que así se apellidaban ambos caballeros, decidieron quedarse en la villa vizcaína, tomaron asiento en el corazón del Bocho y empezaron a sacar de un horno sus bollos de leche recién cocidos. Éxito rotundo: había nacido el bollo suizo, que hoy todavía resiste. Nuestros amigos fundaron pronto una pastelería que concitó el aplauso de los bilbaínos y, con buena lógica, acto seguido abrieron un lugar donde untar el bollo: es decir. un café. Un café, por supuesto, suizo.